Crisis de los partidos políticos y populismo

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Crisis de los partidos políticos y populismo

Javier Hernández Alpízar

“¿Qué le importa al proletariado, inclinado sobre su trabajo, abrumado por el peso de su destino, que algunos oradores tengan el derecho de hablar y algunos periodistas el de escribir? Habéis creado derechos que, para la masa popular, incapacitada como está de utilizarlos, permanecerán eternamente en el estado de meras facultades. Tales derechos, cuyo goce ideal la ley les reconoce, y cuyo ejercicio real les niega la necesidad, no son para ellos otra cosa que una amarga ironía del destino. Os digo que un día el pueblo comenzará a odiarlos y él mismo se encargará de destruirlos, para entregarse  al despotismo.” Maquiavelo, personaje de Maurice Joly en Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu.

Dadas las dimensiones de las naciones-Estado contemporáneas y sin detrimento de que en ciertos niveles de gobierno (locales, municipales, dentro de instituciones específicas) puedan ejercerse formas asamblearias y de democracia directa, los gobiernos que se reclaman democráticos necesitan un sistema electoral y representativo para que los ciudadanos participen en la elección de sus gobernantes. En estos sistemas de democracia electoral, los ciudadanos tienen una mediación en su interacción con el gobierno, estas instituciones son los partidos políticos.

Dos de las características que hacen democrático a un régimen son: una, que hay reglas (leyes) respetadas de modo generalizado para que los ciudadanos participen en la elección y legitimación de sus gobernantes y representantes y, la segunda, que hay respeto a la pluralidad social, permitiendo su representación a través de varios partidos políticos que, como su nombre expresa, son organizaciones de partes de esa sociedad, los cuales, frente a los problemas sociales y de gobierno, asumen una postura, toman partido.

Hay otras características necesarias para considerar a un gobierno democrático, como el hecho de que debe tener un estado de derecho vigente (leyes, Constitución legal, cultura de respeto a las leyes por gobernantes y gobernados) y que éstas leyes incluyan garantías en el derecho positivo para la protección de los derechos humanos de toda la ciudadanía.

“La democracia tiene sentido –escribió Elisabetta Di Castro–  sólo en un Estado de Derecho en el que se respeten plenamente los derechos humanos. Si no fuera así, la participación ciudadana y los procesos electorales que caracterizan a esta forma de gobierno se volverían una farsa con la que se justifica la imposición de algún grupo en el poder.”

Sin embargo, de las diferentes características que tiene un sistema democrático representativo electoral, nos centraremos en la existencia y el funcionamiento de los partidos políticos, apuntando hacia los síntomas de una crisis de su representatividad, es decir, de que en México, como en algunos otros países de América Latina y el mundo, una gran parte de los ciudadanos no se sienten representados por ninguno de los partidos políticos.

LaPalombara y Weiner definen a un partido político así: es una “organización que está localmente articulada, que interactúa con y busca el apoyo electoral del público, que juega un papel directo y sustantivo en el reclutamiento de los dirigentes políticos y que está orientada a la conquista y el mantenimiento del poder, bien sola o mediante coaliciones con otras.” 

La definición caracteriza a los partidos políticos realmente existentes, ya no como organizaciones con doctrinas ideológico-políticas, sino como maquinarias de conseguir votos, obtener y conservar el poder. Además, enfatiza que a través de ellos se reclutan los dirigentes políticos, los candidatos y, si ganan elecciones, los gobernantes.

En países como México, tienen el monopolio de las candidaturas, dado que lograr una candidatura independiente, aunque existe como figura legal, es materialmente imposible para quien no cuente con el financiamiento y la maquinaria burocrática electoral que detentan los partidos.

En México, el siglo XX fue, después del triunfo de la revolución mexicana, el periodo del dominio de un partido dominante y hegemónico, al que solemos recordar solo con sus siglas actuales: PRI (Partido Revolucionario Institucional), aunque tuvo nombres y siglas diferentes a lo largo de los casi setenta años en el poder, en un régimen con elecciones sin alternancia, organizadas, calificadas y ganadas por el partido en el poder como elecciones de Estado. Aunque se fueron verificando reformas que paulatinamente abrieron el acceso a otros partidos, cuidando siempre de no permitirles ganar el poder ejecutivo, ni siquiera a nivel estatal, y no tener una representación de peso en el Legislativo.

Esa serie de reformas electorales se fueron logrando por la vía de la lucha social pacífica e incluso armada y también debido a la erosión de legitimidad del régimen de partido dominante y hegemónico, con hitos fundamentales como 1968, 1977 (una primera reforma que legalizó al Partido Comunista), 1985 (el sismo y la solidaridad ciudadana), 1988 (el fraude electoral y la protesta masiva contra él), y 1994 (el alzamiento armado zapatista).

Estos años de lucha en todos los terrenos, electoral, social, armada, intelectual y cultural, etcétera, dieron como resultado que las reformas incluyeran un organismo autónomo para organizar las elecciones (primeo Instituto Federal Electoral, IFE, y luego Instituto Nacional Electoral, INE) y que se reconocieran a partidos diferentes al PRI triunfos electorales y acceso al gobierno con titulares del poder ejecutivo como Cuauhtémoc Cárdenas en el Distrito Federal, en 1997 (PRD), apenas tres años después del alzamiento zapatista y de los Acuerdos de Barcelona, entre PRI, PAN y PRD, el 9 de febrero de 1995 , y Vicente Fox (PAN) en la presidencia en el año 2000.

Con el arribo de gobernantes de partidos diferentes al PRI en 1997 y sobre todo en la presidencia en el año 2000, se dijo que estábamos ya en una avanzada transición a la democracia. Sin embargo, la decepción ciudadana comenzó muy pronto,

En 2006 el candidato de oposición (PRD) López Obrador acusó de fraude los resultados oficiales en la elección presidencial. En 2012 regresó al poder el PRI con Enrique Peña Nieto, y esta vez el candidato opositor (PRD, PT, Convergencia por la Democracia, hoy Movimiento Ciudadano) no acusó de fraude, sino de “imposición”, por el manejo de los medios, especialmente las televisoras y de la construcción de un candidato desde esa mediosfera.

En 2012, en un libro publicado por el PRD como parte de sus funciones como partido político financiadas con dinero público, México: la transición agotada. Reflexiones y perspectivas para una democracia efectiva, Arcadio Sabido Méndez, en su artículo «Inconformidad democrática en México», escribió de algunos fenómenos que resumen ya la inconformidad y malestar ciudadano con la recién estrenada democracia electoral mexicana: “En un contexto de déficits democráticos, las prácticas políticas siguen estando ayunas de la cultura de la legalidad, la tolerancia, la transparencia, la rendición de cuentas, la influencia ciudadana en el gobierno, y de los contrapesos civiles necesarios para frenar el autoritarismo. La conjunción entre dichos déficits y la débil cultura democrática se expresa tanto en la extendida desconfianza e insatisfacción ciudadana, como en la persistencia del conflicto poselectoral, es especial el relativo a las elecciones presidenciales.”

Un par de años después, en 2014, el académico Gabriel Pérez Pérez, señaló: “En México hay un distanciamiento entre los partidos políticos y los miembros del Congreso con la ciudadanía, además de una notoria falta de capacidad del conjunto de las instituciones del Estado para generar bienestar y desarrollo. Asimismo, fracturas profundas han obstaculizado de una ciudadanía fuerte capaz de ser participativa e intervenir más activamente en los asuntos públicos”… El artículo tiene un nombre sintomático «Desencanto ciudadano en democracias por falta de desarrollo. El caso de México».

Hace un par de años, en 2022, el académico Zuart Garduño describió que “La falta de confianza en las instituciones públicas (partidos políticos) es un desafío por superar para la correcta consolidación del Sistema Democrático Representativo en México.  Seis de cada diez mexicanos manifiestan tener nula confianza en dichas instituciones clásicas de representación.”

Los tres textos, en diferentes momentos a lo largo de diez años, hablan de una crisis de representación y de un desencanto, desconfianza y distanciamiento entre ciudadanos y partidos políticos.

En 2010, según cita un artículo de la estudiosa de las teorías de la democracia Jessica Baños Poo, a nivel del continente americano, es decir, incluyendo Estados Unidos, se perciben actitudes preocupantes de apoyo a medidas antidemocráticas como: “En momentos difíciles, apoyaría que el presidente limite a la oposición” con un mínimo de 23.5% y un máximo de 48. 3% y que “en momentos difíciles, apoyaría que el presidente ignore decisiones de la Corte” con un mínimo de 29.7% y un máximo de  42.2 % de apoyo.

Actualmente, desde la academia, se sigue llamado la atención hacia esta crisis de representación de los partidos políticos, como lo hace el catedrático de la Universidad de Salamanca Manuel Alcántara, reseñado por la Gaceta UNAM: Hay una crisis en la representación política “que afecta a los partidos políticos en tres dimensiones: han perdido su identidad –y como consecuencia de eso la gente no se identifica con ellos–, han sido capturados por individuos y se han fragmentado.”

Esta crisis de representación de los partidos políticos en México está correlacionada con las sociedades fragmentadas por el individualismo, expresa Alcántara: “Son sociedades en las que lo colectivo cuesta trabajo ponerlo en marcha, el individualismo se ha potenciado, la manipulación de sentimientos se da a través de las falsas verdades –fake news– y del manejo de las comunidades virtuales mediante la inteligencia artificial”. 

Esta falta de identificación con los partidos políticos como representantes, se ve acompañada con una devaluación de la democracia misma, pues un buen porcentaje de la población la dejaría de lado por gobiernos no democráticos que le brinden por ejemplo “desarrollo”. En 2013 indicó Armando Bartra en su artículo «Crisis civilizatoria» que… “ante la necesidad de elegir entre democracia o desarrollo económico sin democracia, de cada 10 sólo tres eligieron la democracia; o sea, aceptar cualquier cosa que resuelva nuestros problemas aún si esto significa dejar en el camino la democracia: esto piensa 70% de los mexicanos, para simplificar”.

Citado por la Gaceta UNAM, un estudio indica que ante el cuestionamiento de si “importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve los problemas”, en los últimos 20 años, entre 2002 y 2023, este indicador [el que no importaría] aumentó en la región [Latinoamérica] del 44 % al 54 %, con un ritmo pausado pero consistente, que consolidó esta opinión como mayoritaria en varios países, precisa el Informe Latinobarómetro 2023.”

La crisis de representación de los partidos políticos se refleja en desconfianza, malestar, decepción, que por momentos puede manifestarse como apatía, abstencionismo y anulación de votos. O bien, los electores optan por votar a, personajes, figuras carismáticas como Donald Trump, López Obrador, Jair Bolsonaro o Javier Milei, pensando que si los partidos no los representan, entonces pueden confiar en líderes o lideresas que tienen un capital político en su propia figura y personalidad, algo menos abstracto que el lenguaje de “democracia, libertades, derechos, justicia”, porque se encarna en liderazgos populistas de derechas y de izquierdas. 

Otro riesgo para la democracia son los gobiernos que sostienen modelos clientelares de relación con los gobernados. Donde el clientelismo puede definirse como: “Aquellas relaciones informales –escribió Irma Campuzano– de intercambio recíproco y mutuamente benéfico de favores entre dos sujetos, basadas en una amistad instrumental, desigualdad, diferencia de poder y control de recursos, en las que existe un patrón y uh cliente: el patrón proporciona bienes materiales, protección y acceso a recursos diversos y el cliente ofrece a cambio servicios personales, lealtad, apoyo político o votos.”

Un análisis mercadológico de los lemas de campaña en 1994 aseguraba que el lema de Cárdenas y el PRD “Democracia ya, patria para todos” era demasiado abstracto; el del PAN “Por un México sin mentiras” demasiado agresivo, en un país acostumbrado a vivir en medio de mentiras; en cambio el del ganador, Ernesto Zedillo (PRI); “Bienestar para tu familia”, prometía algo aparentemente concreto y personal, tenía calidez y atractivo en sustantivos como “bienestar” y “familia”.

Los triunfos de tres candidatos que han sido presentados como hitos en la “transición a la democracia” en México (Cuauhtémoc Cárdenas en el DF, Vicente Fox y López Obrador) se han basado mucho menos en la implantación de una ideología y un partido político que en el liderazgo carismático, reforzado por el rechazo y voto de castigo a los partidos antes gobernantes.

Sin embargo, eso no ha consolidado una cultura democrática sino una suerte de populismo basado en liderazgos carismáticos- mesiánicos que, en más de un caso, se ponen por encima de las leyes, de los partidos, y que no propician una cultura ciudadana exigente, sino el clientelismo y el apoyo incondicional del líder… o la decepción y el abandono en busca de una nueva fascinación carismática, o bien una decepción de todos los partidos que no ve otro remedio que la abstención. La democracia en sí misma no es apreciada, sino el “bienestar” como beneficio inmediato, que se presta al clientelismo.

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Totalitarismo, dictadura y democracia ante el espejo

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Totalitarismo, dictadura y democracia ante el espejo

Javier Hernández Alpízar

En una entrevista, Hannah Arendt afirma que no escribe para influir en los demás sino para comprender. Probablemente de eso se trata, como dice el texto de Spinoza que Simone Weil puso como epígrafe de sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión: “En lo que concierne a las cosas humanas, no reír, no llorar, no indignarse, sino comprender.”

En un tema como el totalitarismo, se necesita estómago, soportar una densa dosis de realidad. Expresa Hannah Arendt: “La comprensión, en suma, significa un atento e impremeditado enfrentamiento a la realidad, un soportamiento de ésta, sea como fuere.”

Intentar comprender fenómenos como el totalitarismo es difícil no solamente porque tenemos que ir un poco a contracorriente de nuestra indignación, sino que los estados totalitarios son complejos de suyo. Ex marxista, ex trotskista, Edgar Morin escribió un libro tratando de comprender a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), un fenómeno complejo porque cada vez que lo vemos a la luz de una categoría como “dictadura”, eso nos ilumina ciertos aspectos de la URSS, pero nos oculta otros, y lo mismo pasa si usamos el concepto “totalitarismo”.

Dice Giovanni Sartori que el concepto de “dictadura” no fue negativo para los antiguos, pues en Roma era un cargo limitado temporalmente que se asignaba a un delegado del emperador para resolver problemas específicos en un lugar. Terminaba el periodo y con él la dictadura. Fue en el siglo XX cuando comencemos a usar las palabras “dictadura” y “dictador” como caracterizaciones negativas. Además, afirma el mismo Sartori, durante décadas se dejó de pensar en la especificidad de una dictadura, porque siempre se asoció a un fenómeno contemporáneo preocupante: el totalitarismo.

¿Las diferencias entre dictaduras y totalitarismos son de grado? ¿Hay un salto cualitativo entre ambos? ¿Hay un gradiente de autoritarismos en el que podamos verlos como en una escala?

Simone Weil opinó que los partidos políticos europeos continentales eran todos potencialmente totalitarios y que lo único que impedía que cumplieran su ambición de controlar a todos eran las ambiciones totalitarias de los otros partidos, que se les oponen y los limitan. Proponía abolir los partidos políticos para permitir que las personas usen sus propias cabezas para pensar y participar, en lugar de aceptar un credo, una doctrina dada y definida enteramente por un partido político. Independientemente de lo polémicas de sus opiniones, que se vuelven plausibles en periodos de fuertes problemas de representación y de legitimidad de los partidos políticos, nos hacen pensar que el pluralismo es una condición necesaria para evitar que germinen las semillas de totalitarismo que pueden hallarse latentes. 

Así como una democracia que funcione con alto nivel de exigencia ciudadana es necesaria para estar alerta ante la dictadura que casi cada república moderna guarda en su arquitectura constitucional, en algún artículo para situaciones de excepción que permite al gobernante asumir poderes especiales y suspender los derechos y garantías de los ciudadanos. En la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos está en el artículo 29:

“En los casos de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, solamente el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, con la aprobación del Congreso de la Unión o de la Comisión Permanente cuando aquel no estuviere reunido, podrá restringir o suspender en todo el país o en lugar determinado el ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación; pero deberá hacerlo por un tiempo limitado, por medio de prevenciones generales y sin que la restricción o suspensión se contraiga a determinada persona.”

Se trata de la dictadura legal y temporal que Sartori describió en el derecho romano y que pervive en un artículo de la Constitución republicana mexicana. En todo caso, conviene mantener al demonio en la botella, y no olvidar las reflexiones de los teóricos de la democracia que nos avisan de cosas como éstas que indica Luigi Ferrajoli:

“En ausencia de límites de carácter sustancial, o sea, de límites a los contenidos de las decisiones legítimas, una democracia no puede –o, al menos, puede no– sobrevivir: siempre es posible, en principio, que con métodos democráticos se supriman los mismos métodos democráticos. Siempre es posible, con formas democráticas, o sea, por mayoría, suprimir los mismos derechos políticos, el pluralismo político, la división de los poderes, la representación; en síntesis, el entero sistema de reglas en el cual consiste la democracia política. No son hipótesis de escuela: se trata de las terribles experiencias del nazismo y del fascismo del siglo pasado, que conquistaron el poder por medio de formas democráticas y luego lo entregaron “democráticamente” a un jefe que suprimió la democracia.”

Ese espejo es sobre todo inquietante cuando comprendemos que una democracia puede nacer débil y no tener tiempo de embarnecer antes de ser atacada por al fascismo. Ese espejo es el que intenta explorar Jacobo Dayán en República de Weimar.

La frágil y efímera experiencia democrática republicana que no tiene fuerzas para salir viva de una grave crisis económica, entre los pesadísimos compromisos o castigos que le impuso el Tratado de Versalles, al ser derrotada en la primera guerra mundial, y, tras un breve paréntesis, engañoso, la crisis de 1929, el crack que afectó a todo el mundo capitalista, y entonces el gobierno republicano alemán se ve fuertemente presionando por derechas e izquierdas.

Las autoridades temen, castigan y reprimen fuertemente a las izquierdas comunistas, pero dejan crecer y son laxos con el partido nazi, quizá por subestimarlo y porque les está haciendo el trabajo sucio de hostilizar y agredir a los comunistas.

Jacobo Dayán teje algunas analogías con la debilidad de la democracia mexicana, nacida en la alternancia de partidos en las elecciones del 2000, la cual nunca ha logrado consolidar un estado de derecho, por lo cual ha recaído en fraudes o sospechas de fraudes, militarización, violencia criminal, miles de muertes y desapariciones, y actualmente, un populismo que quiere tirar la tina con el agua sucia de la corrupción desechando con ella al débil crío de las instituciones democráticas.

El libro República de Weimar recuerda cómo los signos ominosos crecían a la vista del pueblo alemán, particularmente en la lucidez de sus artistas., en las obras de literatura, música, cine, teatro, artes plásticas, pero nadie lo tomó en serio. Un poco como la violencia en México se ha vuelto “invisible” por una especie de negación colectiva.

Y desde el poder, se alienta una polarización plebiscitaria simplista, maniquea, demagógica, como lo que describió Michelangelo Bovero en una conferencia en México:

“En muchos casos, el llamado directo a la “voluntad del pueblo” esconde peligros antidemocráticos: el verdadero poder no es el del pueblo que selecciona, sino el de quien plantea la alternativa ante la que se debe seleccionar. Un poder de ninguna manera oculto, sino visible (incluso ahora ultravisible: televisible); no obstante, pocos parecen darse cuenta. No debería olvidarse que con base en el plebiscito se rigen los sistemas autoritarios, las dictaduras más o menos enmascaradas. La expresión “democracia plebiscitaria” es un oxímoron, el adjetivo contradice al sustantivo. Y esa lluvia de microplebiscitos –una verdadera tempestad electrónica– llamada “democracia de los sondeos” en realidad es una caricatura de la democracia, y en la medida que se contraponga a los procedimientos institucionales de las decisiones democráticas, o peor aún, sea impulsada a sustituir estos procedimientos, se transforma en un engaño colosal: una manipulación continua, un intento constante y sistemático de enajenar a los ciudadanos, a los que se finge reconocer autonomía de juicio, presentando problemas burdamente simplificados y distorsionados, proporcionando criterios de evaluación arreglados.”

Probablemente algunas semillas de autoritarismo germinan o siguen latentes casi todo el tiempo, lo más peligroso es que las sociedades se dejen arrullar por el dogmático sueño del autoritarismo y no reclamen democracia frente a las pretensiones de concentrar el poder en muy pocas manos.

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Desfetichizar el tiempo

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Desfetichizar el tiempo

Javier Hernández Alpízar

A Rolando Espinosa, por acercarnos a comprender a Henri Lefebvre

“Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.

“Y nadie lo sabía tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida, incluso, como ellos. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así actuaban.” Michael Ende, Momo.

En el fin del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, en una Europa y un mundo sacudidos por guerras calientes y frías, revoluciones, contrarrevoluciones, fascismos y resistencias, diversos autores abordaron de diferentes maneras el tema del tiempo.

Henry Bergson pensaba en la duración como el fenómeno originario. Gastón Bachelard meditó en la intuición del instante. Albert Einstein y su relativismo cambiaron la manera de pensar el espacio- tiempo en física. En 1927, Martin Heidegger publicó Ser y tiempo, la obra que lo volvió célebre. Ya su antecesor en la fenomenología, Edmund Husserl, había pensado en el tiempo preocupado por recuperar la vivencia del mundo de vida. Antes, Friedrich Nietzsche había puesto énfasis en la finitud del ser humano, cuyo tiempo no puede ser eterno, aunque la voluntad de poder quizá prometa un eterno retorno de lo mismo. El eterno retorno en los mitos y religiones de muchos pueblos fue estudiado por Mircea Eliade. James Joyce y Marcel Proust cambiaron la manera de hacer novela y de narrar, experimentando con el tiempo: monólogo interior o memoria que quiere asir y recuperar el “tiempo perdido”.

En el siglo  XIX, Karl Marx había encontrado una clave para señalar la explotación en la producción del capital usando el concepto de tiempo de trabajo para probar que el valor es cristalización del tiempo de trabajo socialmente necesario, en lo abstracto; y en lo concreto, sacrificio del tiempo de vida del trabajador.

En esto me hizo pensar escuchar una explicación sobre el filósofo, geógrafo y urbanista marxista Henri Lefebvre, autor de una vasta obra que toca multiplicidad de temas pero que se condensó en la producción del espacio. Precisamente ese, La producción del espacio, es el título de una obra clave del autor también de El derecho a la ciudad.

Al exponer parte de sus tesis de doctorado en geografía en la UNAM, La teoría de la producción del espacio de Henri Lefebvre, Rolando Espinosa explicó que para Lefebvre el espacio es tiempo cristalizado. La frase me hizo pensar: tal como Marx encontró en su teoría de la explotación (plustrabajo, plusvalor, valorización del valor) y del fetichismo de la mercancía que el valor es cristalización del tiempo de trabajo, tiempo de vida.

Lefebvre piensa que el espacio, el hábitat construido, la arquitectura, la ciudad, son tiempo cristalizado: el espacio es tiempo.

Además, para estos autores el tiempo es el tiempo vivido. Como ya habían pensado desde lo antiguo Aristóteles y San Agustín, el tiempo no se explica por el espacio, porque un móvil recorra un espacio (por ejemplo: la sombra en un reloj de sol o la manecilla de un reloj moderno), sino que precisamente para medir el tiempo tenemos que tener ya un concepto de tiempo: y el antes, el ahora y el después, o el pasado, el presente y el futuro, son momentos o distenciones en el alma humana. Kant también encontró el tiempo como un a priori en el sujeto de la sensibilidad, la experiencia y el conocimiento humano.

Heidegger y Lefebvre encontraron que el tiempo no es solamente el presente (la hegemonía de la presencia es lo que Heidegger critica a la metafísica) sino que en este presente están involucrados ya el pasado y una anticipación de futuro.

Este tiempo en el que puede tener sentido la narrativa que dé sentido a nuestra vida y a la historia de pueblos y culturas es un tiempo vivido, fáctico, histórico: preñado de pasados, presentes y, sobre todo, futuros posibles (utopías o distopías), otros inicios posibles.

Lefebvre piensa en el tiempo y en cómo se materializa en espacio, porque se pregunta por la posibilidad de la revolución. Heidegger piensa si será posible otro comienzo que abra un horizonte de sentido a otra relación con el ser, a otra comprensión del ser, la naturaleza, el mundo y la vida.

Pensamos en el tiempo porque necesitamos el cambio, no sucumbir a un destino ineluctable sino saber que otros mundos, otras historias, otras vidas son posibles.

Lefebvre, desde muy joven, fue influido por la consigna de Arthur Rimbaud “cambiar la vida”. No es casual que pensara en el espacio, donde trascurre la vida, y en el tiempo, aquello de lo que está hecha la vida, y en la producción del espacio a partir del tiempo: praxis, producción, historia.

Cuando fetichizamos el tiempo, lo pensamos como espacio, como eso abstracto y homogéneo que miden los relojes; el enajenado tiempo colonizado por el capital y su producción industrial. Para desfetichizarlo, debemos volverlo a su contexto: la vida humana, las preocupaciones humanas, la historia humana, las posibilidades humanas de cambiar su historia, cambiar la vida.

Quizá todos estos autores pensaron en el tiempo y su misterio porque estaban escudriñando el corazón de la vida: ahí donde, diría San Agustín, medimos los tiempos.

Pensar en el espacio y en el tiempo no es mera especulación: es pensar en la vida, en el sentido de la vida, en la posibilidad de cambiar la vida.

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Democracia, dictadura y totalitarismo: Weimar como caso.

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Democracia, dictadura y totalitarismo: Weimar como caso.

Javier Hernández Alpízar

A los estudiantes que en Estados Unidos protestan por el genocidio en Gaza, Palestina.

… “si nos preguntamos ahora cuál fue el pecado original que permitió que sucediera todo esto (Holocausto), parece que la respuesta más convincente es el derrumbamiento de la democracia. Desaparecida la autoridad tradicional, la democracia política es la única que puede proporcionar frenos adecuados para que el cuerpo político se mantenga alejado de medidas extremas.” Zygmunt Bauman.

Quizás para apreciar la democracia es necesario conocer los gobiernos autoritarios, las autocracias, las dictaduras, los totalitarismos. Porque quien tiene la suerte de nacer en un periodo de democracia puede encontrarla poco emocionante, quizás incluso algo aburrida. La moderación no suele ser tentadora y las dictaduras, con sus prohibiciones y sus violencias, pueden ser fuente de emociones fuertes como el miedo y el valor de transgredir.

Pero para quien ha padecido una dictadura como las que surgieron de los golpes de estado militares en el Cono Sur, el franquismo en España y autoritarismos de partido único como el del México de los años del dominio priista, no debe ser difícil entender que una democracia, por tibia o moderada que pueda ser, es siempre mejor que una dictadura o autoritarismo.

Quizá bajo un régimen con libertad de expresión, información, prensa, discusión y derecho a saber, cualquiera se aburre y no sabe qué leer; pero para la generación de Adolfo Sánchez Vázquez era importante leer a escondidas los pasajes prohibidos de Marx o de Freud; como leyeron a escondidas a Benedetti o a Galeano algunos audaces, bajo las dictaduras de Argentina o Uruguay. En Chile, escucharon clandestinamente a Silvio Rodríguez y en Cuba escuchaban a volumen muy bajo a la Sonora Matancera, para que no los molestaran los vecinos oficialistas. En México era transgresor ir a una tocada de rock, estigmatizado después de Avándaro por el priismo y una sociedad cómplice.

Un personaje de Ernesto Sabato, en Sobre héroes y tumbas, se burla de los anarquistas y humanistas que quieren promover la libertad difundiendo la lectura y la cultura, fundando bibliotecas y editando libros. Les dice Fernando Vidal Olmos que en una Alemania ahíta de libros y cultura surgió en nazismo. Y es verdad, pero no es toda la verdad: porque el nazismo no surgió de la gran cultura alemana sino que fue una barbarie que emergió a contrapelo de la gran cultura alemana, a mucha de la cual, especialmente el arte, le llamaba “decadente o degenerada”. Pero también es cierto que todos esos libros, cultura, ciencia y arte no fueron suficientes para salvar a la democracia, es decir a la República de Weimar.

Durante la pandemia, encerrado en un país gobernado por un populismo mesiánico y leyendo que por doquier se publicaban libros con preocupaciones por los peligros y amenazas para las democracias en el mundo, Jacobo Dayán escribió su libro República de Weimar, La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento.

Tenía en mente la gran cultura y el arte de la época, una verdadera belle époque de florecimiento de ciencia, arte, libros, cultura. Algunos de los nombres que salen a colación: Kafka, Einstein, los hermanos Heinrich y Thomas Mann, Hesse, Brecht, Kurt Weil, Stephen Zweig, la Escuela de Frankfurt, la Bauhaus, Heidegger, Marlene Dietrich, Fritz Lang. Y corrientes como expresionismo, dadaísmo, surrealismo, nueva objetividad y el cabaret político.

Dayán tenía en mente todo esto, por sus gustos artísticos personales y porque todo ello había ya tomado cuerpo en un curso sobre el arte durante la República de Weimar, pero ahora tenía también su pensamiento y preocupaciones puestos en el nacimiento, vida y muerte de la democracia.

Es un caso paradigmático, como una ventana en donde nos podemos asomar en un breve lapso de la historia y revisar el fin de la primera Gran Guerra; la derrota de Alemania; la humillación y las imposiciones de Tratado de Versalles; a la proclamación de la república; una constitución democrático liberal; los intentos comunistas de hacer una nueva revolución soviética como la que gobernaba la URSS; el nacimiento, apenas marginal al inicio de la ultraderecha nacionalista y antisemita; la ingenuidad de los gobiernos de centro que menospreciaron al naciente nazismo y lo alcahuetearon mientras reprimían duramente al comunismo de Rosa Luxemburgo y compañía.

El arte, antena sensible, todo el tiempo denunció la violencia, el racismo, las tendencias dictatoriales y totalitarias, los feminicidios y violencia contra las mujeres, la decadencia de un mundo burgués y patriarcal, hundido en dinero, mafia, violencia y drogas; sumido en el nihilismo.

Primero, no detuvieron a Hitler a tiempo. Pensaron que nunca tendría oportunidad alguien a quien veían como un payaso, un fantoche. Sin embargo, la crisis de 1929 fue como la levadura que llevó al nazismo de la marginalidad a las masas inflamadas, y convirtió el antisemitismo en crimen masivo, así como trajo una guerra para Europa y para el mundo.

Así vemos, como en una suerte de tragedia, que el arte parece Casandra: profetiza el desastre con detalles, pero no le hacen caso. Los artistas, científicos y pensadores terminaron en el exilio, suicidándose (Walter Benjamin) o siendo perseguidos.

A cada momento, Jacobo Dayán se acuerda de hoy, un hoy que tanto se parece a entonces. En una entrevista dice que incluso tenía sus dudas, no fuera que su familiaridad con Weimar lo hiciera exagerar, hasta que vio al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, declarar que el mundo de hoy se parece a los años treinta de siglo XX. Y bueno, también los zapatistas advirtieron que el movimiento de masas alrededor de un líder mesiánico que ya crecía en 2005-2006 era el huevo de la serpiente.

Y no es que los zapatistas, Jacobo Dayán o quien esto escribe pensemos que ha resucitado Hitler, pero la analogía con Weimar es muy fuerte. En México, en el año 2000, una democracia tardía, joven, endeble, frágil, que no tuvo cuidado de hacer ajuste de cuentas con el pasado (el PRI, los militares, el autoritarismo) apresuró la temprana crisis de representación. Y a nivel mundial, la desconfianza de los electores en los partidos políticos desató una ola mundial de hartazgo de los partidos y de la democracia liberal y trajo el voto masivo para líderes mesiánicos que gobiernan de modo autoritario e iliberal.

Escribe Dayán: “La verdad evidente dejó de ser relevante y los embates vienen de diversas figuras que integran una larga lista: Trump, Bolsonaro, Bukele, Maduro, Erdongan, Orbán, Modi, Netanyahu e incluso Andrés Manuel López Obrador.” Las declaraciones obradoristas diciendo que su autoridad política y moral están por encima de la ley, no hacen sino abonar en favor de la tesis de Dayán.

Además de una simpatía hacia la República de Weimar que albergó el arte que ama, Dayán se preocupa por el espejo en que puede verse la vacilante y endeble democracia mexicana. “En México la vida democrática se ha reducido a ruido y falta de escucha, a la renuncia de lo evidente, a la desaparición de los mínimos éticos de la vida pública, al desprecio por el estado de derecho, al debilitamiento institucional, al militarismo de la vida pública, a un poder que se asume como único representante de lo que entiende por pueblo, a la pérdida de brújula de la clase política, a medios de comunicación que escudados en la equidad de voces desprecian la verdad, a miles y miles de fosas clandestinas, a cientos de miles de personas asesinadas y desaparecidas, a una sociedad que ha normalizado el horror, a la impunidad como norma.”

Solamente para aumentar nuestra preocupación: en 2012, 43% de los mexicanos se manifestaban “de acuerdo o muy de acuerdo en que el país iría mejor si fuera gobernado por líderes duros”, según una encuesta citada por la investigadora Jessica Baños Poo, en su artículo “Estado de la cultura cívica y democrática en América Latina y México”. En 2013, Armando Bartra (artículo “Crisis civilizatoria”) citó otra cifra: 70% de los mexicanos renunciarían a la democracia, si tuvieran que elegir entre democracia y desarrollo sin democracia. La Gaceta UNAM dio hace unos días una cifra de Latinobarómetro: el número de latinoamericanos que admitirían gobiernos no democráticos, con tal de resolver los problemas, aumentó de 44% a 54% entre 2002 y 2023.

La crisis de representación, de los partidos políticos y de la idea de democracia liberal ha llevado al poder a Trump, Bolsonaro, Obrador, Bukele o Milei. No es exactamente el nazismo, pero recordemos que, en una crisis parecida, el arte y el pensamiento en los años de la República de Weimar anunciaban que venía algo grave. Nosotros podemos hacer algo diferente, apoyar la democracia y no apuntalar autoritarismos. Es al menos una de las posibles conclusiones que nos sugiere el libro de Jacobo Dayán.

Jacobo Dayán República de Weimar, La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento, Taurus, México, 2023.

*** Este sábado 27 de abril, a las 18:00 horas (CDMX) presentamos este libro el autor, Jacobo Dayán, Malú Huacuja del Toro, con la conducción de Víctor Caballero y Javier Hernández Alpízar. En vivo por Aequus TV en su Facebook: https://www.facebook.com/ColectivoAequus

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El olvido de la política

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El olvido de la política

Javier Hernández Alpízar

“Y la pregunta por el sentido de la política, es decir, por los contenidos permanentes y dignos de recuerdo que sólo pueden manifestarse en la convivencia política y en la acción conjunta, no se ha tomado apenas en serio desde la antigüedad clásica.” Hannah Arendt, ¿Qué es la política?

Es sabido que fenomenólogos del siglo pasado se refirieron al olvido como forma de ocultamiento, velamiento y, por ello, de desconocimiento de fenómenos originarios: Edmund Husserl se refirió al olvido del mundo de la vida, su velamiento bajo un mantel de ideas y de teorías filosóficas y científicas que se mueven en abstracciones. Martin Heidegger, otro fenomenólogo, indicó el olvido del ser, de la pregunta por el ser, e incluso un olvido del olvido, y con ello, otros ocultamientos relacionados como el olvido del habitar (de su ser poético, creativo, productor) y el olvido de la physis griega (la naturaleza como poiesis generadora de vida, de movimiento, de los entes). Franco Volpi, estudioso y traductor de Heidegger al italiano, avanzó la hipótesis del olvido de la pluralidad del logos: el habla, el lenguaje, la palabra, la razón, la comprensión plural del mundo y del ser por la palabra. Probablemente Heidegger habría estado de acuerdo en que se ha olvidado el logos, porque se entiende al habla como un instrumento y no en su amplio valor ontológico. El ser humano se cree señor del lenguaje, pero el lenguaje es señor del ser humano, diría el autor de Ser y tiempo.

Aquí vamos a proponer que ha habido también un olvido de la política; y para ello, vamos a hacer una distinción entre política y dominación (despotismo) como la que entendió Aristóteles, para quien el dominio sobre los esclavos es una relación despótica pero no política. En cambio, la política es el gobierno sobre iguales, sobre otros ciudadanos que, en el contexto de la polis (comunidad, ciudad, sociedad, Estado), son iguales entre sí, en cosas como su derecho a expresarse libremente (isegoría) sobre lo público, lo común; y el derecho a ser electos a los cargos que así dispone la ley de la polis; en nuestro tiempo entendido como igualdad ante la ley (Isonomía).

Por su parte, en su ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt distinguió entre política y violencia. Yendo así contra la tradición que incluye la violencia en la definición de la política como “monopolio de la violencia legítima”, fórmula con la que el sociólogo Max Weber resume una tradición que incluye a autoridades como Maquiavelo y Hobbes.

Para la estudiosa de los totalitarismos, son dos cosas distintas violencia y política. Política es, recuperando en cierto sentido a Aristóteles, un poder que surge del concurso colectivo, del acuerdo, como lo que podemos hacer entre todos. Lo opuesto es la imposición sobre los otros, la dominación basada en la violencia. La política es conjunción de voluntades y no violencia; la violencia es dominación, despotismo y no política.

“El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente  –escribió Hannah Arendt–, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda surgir de ésta. La legitimidad, cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al pasado mientras que la justificación se refiere a un fin que se encuentra en el futuro. La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima.”

Así que el paradigma moderno de política definida como monopolio de la violencia es un ocultamiento, un velo, un olvido de la política. Estados y gobiernos despóticos, dominaciones, imperios, reinos, imperialismos, colonialismos, gobiernos basados en el factum de la violencia y la pretensión de su monopolio son, en realidad, la exaltación de lo no político, de lo que no es política, de la antipolítica.

“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia –expresó Arendt– aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por desaparecer al poder. Esto significa que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo.”

Desde esta distinción de Hannah Arendt entre política y violencia, los gobiernos que basan su poder en la violencia son gobiernos de facto, gobiernos que se fundan en el derecho del más fuerte y están por ello siempre temerosos de la subversión, del golpe de estado, de la revuelta, la insurrección, la insumisión, la desobediencia y la revolución. Como se basan en la violencia, no son muy distintos de una pandilla de asaltantes armados, y temen que otra violencia les dispute su dominación.

Aunque sea como horizonte utópico, utopía de liberación (como la llamaría el Lewis Mumford de Historia de la utopía): la política como poder colectivo, como lo que podemos hacer todos cuando logramos acuerdos y actuamos colectivamente, es un sólido cuestionamiento de toda violencia (con o sin monopolio) y supera teóricamente el oxímoron de “violencia legítima”. Si algo se basó en la violencia (imposición) es ilegítimo.

En cambio, la política como acuerdo, como resultado de la libertad de palabra y de la capacidad de convencerse unos a otros sin imposiciones, es el respeto a la dignidad de los seres humanos, singulares y como colectivos, sociedades, pueblos, culturas.

Es el viejo, antiguo paradigma democrático, que no solo está representado en el periodo democrático de la polis griega, y quizá en la república romana, sino en las democracias “antiguas” que se han venido descubriendo arqueológicamente: asambleas, decisiones comunitarias, la palabra (logos griego, tlahtolli nahua) como centro de la deliberación y la decisión política.

Muchas comunidades, cantones, aldeas, pueblos, tribus, urbanos y rurales, campesinos e indígenas, tuvieron, antes de la modernidad capitalista, formas de democracia asamblearia que construyeron el poder colectivo: lo que podemos hacer todos juntos. Pueblos indios de Norteamérica tuvieron su confederación, una especie de asamblea de naciones. Incluso en algunos de los más antiguos ejercicios de ese poder comunitario, las mujeres vivieron en condiciones mucho más favorables que hoy en el patriarcado, como han mostrado autoras como Riane Eisler (El cáliz y la espada) y, del medievo, Silvia Federici (Calibán y la bruja)

Las autonomías indígenas contemporáneas, especialmente las de las comunidades zapatistas y del  Congreso Nacional Indígena, que construyen autodeterminación, autonomía y autogobierno, se inscriben, desde su propia memoria y tradición, en esta antigua y vigente contracorriente que opone a la violencia: la política, la palabra y el acuerdo.

El mandar obedeciendo zapatista y sus siete principios sintetizan mucho de este espíritu de libertad y pluralidad, de democracia como verdadera política, a contracorriente del despotismo, la dominación y el olvido de la política, al dotar de estos principios a los representantes electos: 1) servir y no servirse; 2) representar y no suplantar; 3) construir y no destruir; 4) obedecer y no mandar; 5) proponer y no imponer; 6) convencer y no vencer; 7) bajar y no subir.

Es fácil decirlos, escribirlos, memorizarlos, recitarlos. Lo difícil es ponerse de acuerdo con los otros, los diferentes, los diversos y, respetando la pluralidad, construir política democrática, sin apelar  al “derecho del más fuerte” (Arendt distingue incluso fuerza de violencia) ni a la violencia, con o sin monopolios.

Hannah Arendt, Sobre la vio

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El olvido de la política

Javier Hernández Alpízar

“Y la pregunta por el sentido de la política, es decir, por los contenidos permanentes y dignos de recuerdo que sólo pueden manifestarse en la convivencia política y en la acción conjunta, no se ha tomado apenas en serio desde la antigüedad clásica.” Hannah Arendt, ¿Qué es la política?

Es sabido que fenomenólogos del siglo pasado se refirieron al olvido como forma de ocultamiento, velamiento y, por ello, de desconocimiento de fenómenos originarios: Edmund Husserl se refirió al olvido del mundo de la vida, su velamiento bajo un mantel de ideas y de teorías filosóficas y científicas que se mueven en abstracciones. Martin Heidegger, otro fenomenólogo, indicó el olvido del ser, de la pregunta por el ser, e incluso un olvido del olvido, y con ello, otros ocultamientos relacionados como el olvido del habitar (de su ser poético, creativo, productor) y el olvido de la physis griega (la naturaleza como poiesis generadora de vida, de movimiento, de los entes). Franco Volpi, estudioso y traductor de Heidegger al italiano, avanzó la hipótesis del olvido de la pluralidad del logos: el habla, el lenguaje, la palabra, la razón, la comprensión plural del mundo y del ser por la palabra. Probablemente Heidegger habría estado de acuerdo en que se ha olvidado el logos, porque se entiende al habla como un instrumento y no en su amplio valor ontológico. El ser humano se cree señor del lenguaje, pero el lenguaje es señor del ser humano, diría el autor de Ser y tiempo.

Aquí vamos a proponer que ha habido también un olvido de la política; y para ello, vamos a hacer una distinción entre política y dominación (despotismo) como la que entendió Aristóteles, para quien el dominio sobre los esclavos es una relación despótica pero no política. En cambio, la política es el gobierno sobre iguales, sobre otros ciudadanos que, en el contexto de la polis (comunidad, ciudad, sociedad, Estado), son iguales entre sí, en cosas como su derecho a expresarse libremente (isegoría) sobre lo público, lo común; y el derecho a ser electos a los cargos que así dispone la ley de la polis; en nuestro tiempo entendido como igualdad ante la ley (Isonomía).

Por su parte, en su ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt distinguió entre política y violencia. Yendo así contra la tradición que incluye la violencia en la definición de la política como “monopolio de la violencia legítima”, fórmula con la que el sociólogo Max Weber resume una tradición que incluye a autoridades como Maquiavelo y Hobbes.

Para la estudiosa de los totalitarismos, son dos cosas distintas violencia y política. Política es, recuperando en cierto sentido a Aristóteles, un poder que surge del concurso colectivo, del acuerdo, como lo que podemos hacer entre todos. Lo opuesto es la imposición sobre los otros, la dominación basada en la violencia. La política es conjunción de voluntades y no violencia; la violencia es dominación, despotismo y no política.

“El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente  –escribió Hannah Arendt–, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda surgir de ésta. La legitimidad, cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al pasado mientras que la justificación se refiere a un fin que se encuentra en el futuro. La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima.”

Así que el paradigma moderno de política definida como monopolio de la violencia es un ocultamiento, un velo, un olvido de la política. Estados y gobiernos despóticos, dominaciones, imperios, reinos, imperialismos, colonialismos, gobiernos basados en el factum de la violencia y la pretensión de su monopolio son, en realidad, la exaltación de lo no político, de lo que no es política, de la antipolítica.

“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia –expresó Arendt– aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por desaparecer al poder. Esto significa que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo.”

Desde esta distinción de Hannah Arendt entre política y violencia, los gobiernos que basan su poder en la violencia son gobiernos de facto, gobiernos que se fundan en el derecho del más fuerte y están por ello siempre temerosos de la subversión, del golpe de estado, de la revuelta, la insurrección, la insumisión, la desobediencia y la revolución. Como se basan en la violencia, no son muy distintos de una pandilla de asaltantes armados, y temen que otra violencia les dispute su dominación.

Aunque sea como horizonte utópico, utopía de liberación (como la llamaría el Lewis Mumford de Historia de la utopía): la política como poder colectivo, como lo que podemos hacer todos cuando logramos acuerdos y actuamos colectivamente, es un sólido cuestionamiento de toda violencia (con o sin monopolio) y supera teóricamente el oxímoron de “violencia legítima”. Si algo se basó en la violencia (imposición) es ilegítimo.

En cambio, la política como acuerdo, como resultado de la libertad de palabra y de la capacidad de convencerse unos a otros sin imposiciones, es el respeto a la dignidad de los seres humanos, singulares y como colectivos, sociedades, pueblos, culturas.

Es el viejo, antiguo paradigma democrático, que no solo está representado en el periodo democrático de la polis griega, y quizá en la república romana, sino en las democracias “antiguas” que se han venido descubriendo arqueológicamente: asambleas, decisiones comunitarias, la palabra (logos griego, tlahtolli nahua) como centro de la deliberación y la decisión política.

Muchas comunidades, cantones, aldeas, pueblos, tribus, urbanos y rurales, campesinos e indígenas, tuvieron, antes de la modernidad capitalista, formas de democracia asamblearia que construyeron el poder colectivo: lo que podemos hacer todos juntos. Pueblos indios de Norteamérica tuvieron su confederación, una especie de asamblea de naciones. Incluso en algunos de los más antiguos ejercicios de ese poder comunitario, las mujeres vivieron en condiciones mucho más favorables que hoy en el patriarcado, como han mostrado autoras como Riane Eisler (El cáliz y la espada) y, del medievo, Silvia Federici (Calibán y la bruja)

Las autonomías indígenas contemporáneas, especialmente las de las comunidades zapatistas y del  Congreso Nacional Indígena, que construyen autodeterminación, autonomía y autogobierno, se inscriben, desde su propia memoria y tradición, en esta antigua y vigente contracorriente que opone a la violencia: la política, la palabra y el acuerdo.

El mandar obedeciendo zapatista y sus siete principios sintetizan mucho de este espíritu de libertad y pluralidad, de democracia como verdadera política, a contracorriente del despotismo, la dominación y el olvido de la política, al dotar de estos principios a los representantes electos: 1) servir y no servirse; 2) representar y no suplantar; 3) construir y no destruir; 4) obedecer y no mandar; 5) proponer y no imponer; 6) convencer y no vencer; 7) bajar y no subir.

Es fácil decirlos, escribirlos, memorizarlos, recitarlos. Lo difícil es ponerse de acuerdo con los otros, los diferentes, los diversos y, respetando la pluralidad, construir política democrática, sin apelar  al “derecho del más fuerte” (Arendt distingue incluso fuerza de violencia) ni a la violencia, con o sin monopolios.

Hannah Arendt, Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.

lencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.

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