El olvido de la política

Hotel Abismo

El olvido de la política

Javier Hernández Alpízar

“Y la pregunta por el sentido de la política, es decir, por los contenidos permanentes y dignos de recuerdo que sólo pueden manifestarse en la convivencia política y en la acción conjunta, no se ha tomado apenas en serio desde la antigüedad clásica.” Hannah Arendt, ¿Qué es la política?

Es sabido que fenomenólogos del siglo pasado se refirieron al olvido como forma de ocultamiento, velamiento y, por ello, de desconocimiento de fenómenos originarios: Edmund Husserl se refirió al olvido del mundo de la vida, su velamiento bajo un mantel de ideas y de teorías filosóficas y científicas que se mueven en abstracciones. Martin Heidegger, otro fenomenólogo, indicó el olvido del ser, de la pregunta por el ser, e incluso un olvido del olvido, y con ello, otros ocultamientos relacionados como el olvido del habitar (de su ser poético, creativo, productor) y el olvido de la physis griega (la naturaleza como poiesis generadora de vida, de movimiento, de los entes). Franco Volpi, estudioso y traductor de Heidegger al italiano, avanzó la hipótesis del olvido de la pluralidad del logos: el habla, el lenguaje, la palabra, la razón, la comprensión plural del mundo y del ser por la palabra. Probablemente Heidegger habría estado de acuerdo en que se ha olvidado el logos, porque se entiende al habla como un instrumento y no en su amplio valor ontológico. El ser humano se cree señor del lenguaje, pero el lenguaje es señor del ser humano, diría el autor de Ser y tiempo.

Aquí vamos a proponer que ha habido también un olvido de la política; y para ello, vamos a hacer una distinción entre política y dominación (despotismo) como la que entendió Aristóteles, para quien el dominio sobre los esclavos es una relación despótica pero no política. En cambio, la política es el gobierno sobre iguales, sobre otros ciudadanos que, en el contexto de la polis (comunidad, ciudad, sociedad, Estado), son iguales entre sí, en cosas como su derecho a expresarse libremente (isegoría) sobre lo público, lo común; y el derecho a ser electos a los cargos que así dispone la ley de la polis; en nuestro tiempo entendido como igualdad ante la ley (Isonomía).

Por su parte, en su ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt distinguió entre política y violencia. Yendo así contra la tradición que incluye la violencia en la definición de la política como “monopolio de la violencia legítima”, fórmula con la que el sociólogo Max Weber resume una tradición que incluye a autoridades como Maquiavelo y Hobbes.

Para la estudiosa de los totalitarismos, son dos cosas distintas violencia y política. Política es, recuperando en cierto sentido a Aristóteles, un poder que surge del concurso colectivo, del acuerdo, como lo que podemos hacer entre todos. Lo opuesto es la imposición sobre los otros, la dominación basada en la violencia. La política es conjunción de voluntades y no violencia; la violencia es dominación, despotismo y no política.

“El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente  –escribió Hannah Arendt–, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda surgir de ésta. La legitimidad, cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al pasado mientras que la justificación se refiere a un fin que se encuentra en el futuro. La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima.”

Así que el paradigma moderno de política definida como monopolio de la violencia es un ocultamiento, un velo, un olvido de la política. Estados y gobiernos despóticos, dominaciones, imperios, reinos, imperialismos, colonialismos, gobiernos basados en el factum de la violencia y la pretensión de su monopolio son, en realidad, la exaltación de lo no político, de lo que no es política, de la antipolítica.

“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia –expresó Arendt– aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por desaparecer al poder. Esto significa que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo.”

Desde esta distinción de Hannah Arendt entre política y violencia, los gobiernos que basan su poder en la violencia son gobiernos de facto, gobiernos que se fundan en el derecho del más fuerte y están por ello siempre temerosos de la subversión, del golpe de estado, de la revuelta, la insurrección, la insumisión, la desobediencia y la revolución. Como se basan en la violencia, no son muy distintos de una pandilla de asaltantes armados, y temen que otra violencia les dispute su dominación.

Aunque sea como horizonte utópico, utopía de liberación (como la llamaría el Lewis Mumford de Historia de la utopía): la política como poder colectivo, como lo que podemos hacer todos cuando logramos acuerdos y actuamos colectivamente, es un sólido cuestionamiento de toda violencia (con o sin monopolio) y supera teóricamente el oxímoron de “violencia legítima”. Si algo se basó en la violencia (imposición) es ilegítimo.

En cambio, la política como acuerdo, como resultado de la libertad de palabra y de la capacidad de convencerse unos a otros sin imposiciones, es el respeto a la dignidad de los seres humanos, singulares y como colectivos, sociedades, pueblos, culturas.

Es el viejo, antiguo paradigma democrático, que no solo está representado en el periodo democrático de la polis griega, y quizá en la república romana, sino en las democracias “antiguas” que se han venido descubriendo arqueológicamente: asambleas, decisiones comunitarias, la palabra (logos griego, tlahtolli nahua) como centro de la deliberación y la decisión política.

Muchas comunidades, cantones, aldeas, pueblos, tribus, urbanos y rurales, campesinos e indígenas, tuvieron, antes de la modernidad capitalista, formas de democracia asamblearia que construyeron el poder colectivo: lo que podemos hacer todos juntos. Pueblos indios de Norteamérica tuvieron su confederación, una especie de asamblea de naciones. Incluso en algunos de los más antiguos ejercicios de ese poder comunitario, las mujeres vivieron en condiciones mucho más favorables que hoy en el patriarcado, como han mostrado autoras como Riane Eisler (El cáliz y la espada) y, del medievo, Silvia Federici (Calibán y la bruja)

Las autonomías indígenas contemporáneas, especialmente las de las comunidades zapatistas y del  Congreso Nacional Indígena, que construyen autodeterminación, autonomía y autogobierno, se inscriben, desde su propia memoria y tradición, en esta antigua y vigente contracorriente que opone a la violencia: la política, la palabra y el acuerdo.

El mandar obedeciendo zapatista y sus siete principios sintetizan mucho de este espíritu de libertad y pluralidad, de democracia como verdadera política, a contracorriente del despotismo, la dominación y el olvido de la política, al dotar de estos principios a los representantes electos: 1) servir y no servirse; 2) representar y no suplantar; 3) construir y no destruir; 4) obedecer y no mandar; 5) proponer y no imponer; 6) convencer y no vencer; 7) bajar y no subir.

Es fácil decirlos, escribirlos, memorizarlos, recitarlos. Lo difícil es ponerse de acuerdo con los otros, los diferentes, los diversos y, respetando la pluralidad, construir política democrática, sin apelar  al “derecho del más fuerte” (Arendt distingue incluso fuerza de violencia) ni a la violencia, con o sin monopolios.

Hannah Arendt, Sobre la vio

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El olvido de la política

Javier Hernández Alpízar

“Y la pregunta por el sentido de la política, es decir, por los contenidos permanentes y dignos de recuerdo que sólo pueden manifestarse en la convivencia política y en la acción conjunta, no se ha tomado apenas en serio desde la antigüedad clásica.” Hannah Arendt, ¿Qué es la política?

Es sabido que fenomenólogos del siglo pasado se refirieron al olvido como forma de ocultamiento, velamiento y, por ello, de desconocimiento de fenómenos originarios: Edmund Husserl se refirió al olvido del mundo de la vida, su velamiento bajo un mantel de ideas y de teorías filosóficas y científicas que se mueven en abstracciones. Martin Heidegger, otro fenomenólogo, indicó el olvido del ser, de la pregunta por el ser, e incluso un olvido del olvido, y con ello, otros ocultamientos relacionados como el olvido del habitar (de su ser poético, creativo, productor) y el olvido de la physis griega (la naturaleza como poiesis generadora de vida, de movimiento, de los entes). Franco Volpi, estudioso y traductor de Heidegger al italiano, avanzó la hipótesis del olvido de la pluralidad del logos: el habla, el lenguaje, la palabra, la razón, la comprensión plural del mundo y del ser por la palabra. Probablemente Heidegger habría estado de acuerdo en que se ha olvidado el logos, porque se entiende al habla como un instrumento y no en su amplio valor ontológico. El ser humano se cree señor del lenguaje, pero el lenguaje es señor del ser humano, diría el autor de Ser y tiempo.

Aquí vamos a proponer que ha habido también un olvido de la política; y para ello, vamos a hacer una distinción entre política y dominación (despotismo) como la que entendió Aristóteles, para quien el dominio sobre los esclavos es una relación despótica pero no política. En cambio, la política es el gobierno sobre iguales, sobre otros ciudadanos que, en el contexto de la polis (comunidad, ciudad, sociedad, Estado), son iguales entre sí, en cosas como su derecho a expresarse libremente (isegoría) sobre lo público, lo común; y el derecho a ser electos a los cargos que así dispone la ley de la polis; en nuestro tiempo entendido como igualdad ante la ley (Isonomía).

Por su parte, en su ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt distinguió entre política y violencia. Yendo así contra la tradición que incluye la violencia en la definición de la política como “monopolio de la violencia legítima”, fórmula con la que el sociólogo Max Weber resume una tradición que incluye a autoridades como Maquiavelo y Hobbes.

Para la estudiosa de los totalitarismos, son dos cosas distintas violencia y política. Política es, recuperando en cierto sentido a Aristóteles, un poder que surge del concurso colectivo, del acuerdo, como lo que podemos hacer entre todos. Lo opuesto es la imposición sobre los otros, la dominación basada en la violencia. La política es conjunción de voluntades y no violencia; la violencia es dominación, despotismo y no política.

“El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente  –escribió Hannah Arendt–, pero deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que pueda surgir de ésta. La legitimidad, cuando se ve desafiada, se basa en una apelación al pasado mientras que la justificación se refiere a un fin que se encuentra en el futuro. La violencia puede ser justificable pero nunca será legítima.”

Así que el paradigma moderno de política definida como monopolio de la violencia es un ocultamiento, un velo, un olvido de la política. Estados y gobiernos despóticos, dominaciones, imperios, reinos, imperialismos, colonialismos, gobiernos basados en el factum de la violencia y la pretensión de su monopolio son, en realidad, la exaltación de lo no político, de lo que no es política, de la antipolítica.

“El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia –expresó Arendt– aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por desaparecer al poder. Esto significa que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo.”

Desde esta distinción de Hannah Arendt entre política y violencia, los gobiernos que basan su poder en la violencia son gobiernos de facto, gobiernos que se fundan en el derecho del más fuerte y están por ello siempre temerosos de la subversión, del golpe de estado, de la revuelta, la insurrección, la insumisión, la desobediencia y la revolución. Como se basan en la violencia, no son muy distintos de una pandilla de asaltantes armados, y temen que otra violencia les dispute su dominación.

Aunque sea como horizonte utópico, utopía de liberación (como la llamaría el Lewis Mumford de Historia de la utopía): la política como poder colectivo, como lo que podemos hacer todos cuando logramos acuerdos y actuamos colectivamente, es un sólido cuestionamiento de toda violencia (con o sin monopolio) y supera teóricamente el oxímoron de “violencia legítima”. Si algo se basó en la violencia (imposición) es ilegítimo.

En cambio, la política como acuerdo, como resultado de la libertad de palabra y de la capacidad de convencerse unos a otros sin imposiciones, es el respeto a la dignidad de los seres humanos, singulares y como colectivos, sociedades, pueblos, culturas.

Es el viejo, antiguo paradigma democrático, que no solo está representado en el periodo democrático de la polis griega, y quizá en la república romana, sino en las democracias “antiguas” que se han venido descubriendo arqueológicamente: asambleas, decisiones comunitarias, la palabra (logos griego, tlahtolli nahua) como centro de la deliberación y la decisión política.

Muchas comunidades, cantones, aldeas, pueblos, tribus, urbanos y rurales, campesinos e indígenas, tuvieron, antes de la modernidad capitalista, formas de democracia asamblearia que construyeron el poder colectivo: lo que podemos hacer todos juntos. Pueblos indios de Norteamérica tuvieron su confederación, una especie de asamblea de naciones. Incluso en algunos de los más antiguos ejercicios de ese poder comunitario, las mujeres vivieron en condiciones mucho más favorables que hoy en el patriarcado, como han mostrado autoras como Riane Eisler (El cáliz y la espada) y, del medievo, Silvia Federici (Calibán y la bruja)

Las autonomías indígenas contemporáneas, especialmente las de las comunidades zapatistas y del  Congreso Nacional Indígena, que construyen autodeterminación, autonomía y autogobierno, se inscriben, desde su propia memoria y tradición, en esta antigua y vigente contracorriente que opone a la violencia: la política, la palabra y el acuerdo.

El mandar obedeciendo zapatista y sus siete principios sintetizan mucho de este espíritu de libertad y pluralidad, de democracia como verdadera política, a contracorriente del despotismo, la dominación y el olvido de la política, al dotar de estos principios a los representantes electos: 1) servir y no servirse; 2) representar y no suplantar; 3) construir y no destruir; 4) obedecer y no mandar; 5) proponer y no imponer; 6) convencer y no vencer; 7) bajar y no subir.

Es fácil decirlos, escribirlos, memorizarlos, recitarlos. Lo difícil es ponerse de acuerdo con los otros, los diferentes, los diversos y, respetando la pluralidad, construir política democrática, sin apelar  al “derecho del más fuerte” (Arendt distingue incluso fuerza de violencia) ni a la violencia, con o sin monopolios.

Hannah Arendt, Sobre la violencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.

lencia, Alianza Editorial, Madrid, 2006.

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La producción del populismo

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La producción del populismo

Javier Hernández Alpízar

“Y es que la carga peyorativa del término tiene justificación, en la medida en que remite a ese juego frustrante según el cual el pueblo cree –o se le hace creer- que tiene el poder, aunque de verdad nunca lo ejerce efectivamente.” (Horacio Cerutti, Populismo).

En Cristóbal Nonato, Carlos Fuentes imagina un México balcanizado, fragmentado en un número de territorios equivalente al número de empresas petroleras transnacionales que lo colonizan. Publicada en 1987, la novela de Fuentes ubica su futuro en 1992, cuando se cumplen 500 años de la llegada de Cristóbal Colón a nuestro continente. Precisamente el nombre del personaje que da título al libro se debe a ese personaje histórico.

El pueblo mexicano vive en una crisis de proporciones apocalípticas y la clase gobernante se divide entre los políticos, que con su palabrería tratan de contener el descontento popular, y los economistas, que creen ser los que saben, pero son incapaces de sacar a México de su crisis y dependen, para que no les estalle el país, de la contención lograda por los políticos demagogos.

Mientras ambos gremios disputan agriamente, uno de los políticos voltea a ver a una mujer que está presente, una secretaria, y se imagina un personaje. Propone que la produzcan, que la vistan con un atuendo que toma elementos de la Coatlicue, la Virgen de Guadalupe y las divas del cine mexicano y el de Hollywood. Será en adelante la “Mamá Doctora de los mexicanos”. Para elevarle la autoestima, todo el tiempo la hacen escuchar boleros tipo: “Usted es la culpable, de todas mis angustias y todos mis quebrantos”.

La prueba de fuego es presentarla ante la Plaza de la Constitución llena de gente, y los mexicanos la adoran. Se convierte en un tótem, un fetiche, un símbolo, la Mamá Doctora de los mexicanos.

Carlos Fuentes describe en su ficción la construcción social del populismo y el liderazgo carismático.

Madre Pura fue nuestra Señora de Guadalupe, la redentora del indio humilde: de Babilonia a Belén con un ramo de rosas instantáneas, Nescaflores, señores: ya tenemos mamacita santa. […]

superimpuesta a todas ellas, señores, liberados al fin de la dulzura empalagante de unas, del terror nocturno de otras, de la inaccesible lejanía de éstas, del desprecio familiar e íntimo de aquéllas, aquí está nuestra legitimación limítrofe, nuestro premio permanente, la fuente de todo poder en México, la construcción suprema de la supremacía machista, muchachos,

“la mezcla perfecta de Mae West, la Coatlicue y la Virgen de Guadalupe. Un símbolo,

““El más grande símbolo humano jamás inventado:

LA MADRE.”

El populismo gira alrededor de liderazgos carismáticos, las más de las veces masculinos, paternalistas, patriarcales, pero también pueden ser femeninos, como Eva Perón. El liderazgo carismático y mesiánico es un componente religioso expresado en el ámbito profano de la política de masas tanto de los fascismos (Mussolini, Hitler, Juan Domingo Perón) como de los populismos (Perón, Bolsonaro, Trump, Berlusconi).

Los componentes religiosos, de manipulación de masas y de simulación de democracia, pero sin que sea el pueblo quien decida, son reconocidos por el filósofo argentino Horacio Cerutti Guldberg, con cuyas reflexiones recordamos esa construcción del populismo descrita por Carlos Fuentes.

El artículo “Populismo” de Horacio Cerruti hace una breve explicación crítica del término comenzando por señalar su ambigüedad, relacionada con el hecho de que se trata de una simulación. No es el poder en manos del pueblo, sino la ilusión engañosa de que el pueblo tiene el poder, cuando en realidad está siendo manipulado por un líder carismático, en medio de un movimiento de masas en el cual el pueblo no participa democráticamente, sino que es conducido.

“Frente a ello –señala Cerutti–, tiene la mayor validez la propuesta de entenderlos desde el punto de vista de los sectores dominantes como populismos y del punto de vista de los sectores dominados como mesianismos. Vale decir, desde “arriba” populismos, en tanto manipulación y seducción sometedora de las masas. Y desde “abajo” mesianismos, en tanto convergencia de creencias en la capacidad sobrehumana del líder o lideresa para resolver los problemas de las mayorías.”

A decir de Cerutti, los populismos clásicos, de la primera mitad del siglo  XX, en América Latina, precisamente se fortalecieron cuando declinaban los movimientos marxistas. Y para preponderar, los populismos combinaron una serie de elementos abigarrados de nociones teológicas, ideológicas, que articulan movimientos de masas interclasistas:

“Este “populismo” – Cerutti cita un texto propio– podría caracterizarse en política como el manipuleo de las masas en cuanto a intereses, anhelos, expectativas y necesidades, sin garantizar los canales efectivos para su gestión; en teología como la identificación lisa y llana de la noción bíblica de “pueblo” con el pueblo concreto del aquí y ahora latinoamericanos; en sociología y economía como la alternativa terminológica “pueblo / Nación” al análisis de clase; en filosofía como la mixtificación del término “pueblo” convirtiéndolo en un universal ideológico, olvidando la realidad contradictoria que constituye al pueblo en tanto fenómeno de clase.”

Los populismos más recientes reaccionan contra el elitismo de la democracia liberal, asociada a las políticas neoliberales, y en torno a un discurso antioligárquico forman movimientos de masas lideradas por un mesías religioso-político que impulsa políticas no muy distintas a las que han impulsado los gobiernos a los que se oponen. Un artículo de Bloomberg que señala cómo durante lo que va del gobierno de  AMLO han crecido mucho las fortunas de los oligarcas mexicanos nos puede ayudar lo que Horacio Cerutti llamó “ambigüedad” e incluso “manipulación”.

Carlos Fuentes, Cristóbal Nonato, fragmentos https://www.literatura.us/carlos/cristo.html

Horacio Cerutti, “Populismo”, Conceptos y fenómenos fundamentales de nuestro tiempo, UNAM, IIS, México, enero de 2009.

O’Boyle, Michael, “Pese a amenazas de AMLO, los multimillonarios en México ahora son aún más ricos”, Bloomberg, 9 de abril de 2024. https://www.bloomberg.com/news/articles/2024-04-09/amlo-ha-beneficiado-a-los-ricos-en-mexico

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La casi olvidada dignidad humana

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La casi olvidada dignidad humana

Javier Hernández Alpízar

A Letty Rojo, Víctor Caballero, familiares y amigos, con un abrazo solidario: ¡Justicia para Martín!

A Lulú, mamá de Sinhué: ¡Justicia para Sinhué!

A las buscadoras y defensoras y defensores de los derechos humanos

“Porque el hablar originario del lenguaje es silencioso, sólo es oído en silencio y escuchando. El habla más auténtica es reticencia y renuncia a hablar.” John D. Caputo, Heidegger y la mística.

¿Podemos reivindicar la dignidad humana sin incurrir en el anatema de “antropocentrismo” o “especismo”? Al menos intentémoslo.

Probablemente los grandes pensadores solamente han ido cambiando de nombre al misterio del ser humano y de su relación con el misterio de existir.

Así que abordémoslo con la mirada antropológica del pensador catalán María Corbí: El ser humano desarrolló evolutivamente no solo una mirada sujetocéntrica, que le permite ver su entorno como un horizonte de oportunidades de caza y posesión, como depredador, o amenazas de otros depredadores. También desarrolló el habla, y con ella la capacidad de compartir experiencias, saberes, cultura, sabiduría incluso. Y así también desarrolló lo que él llama la “cualidad humana”. El habla hizo posible el silencio: el ser humano puede decidir callar su yo. Y cuando logra ese silencio, entonces puede acceder a la experiencia del conocimiento silencioso, que cuando las cosas, los entes, los seres que nos rodean dejan de ser objeto de nuestros intereses, entonces simplemente son: porque sí, como decía de la rosa Ángelus Silesius.

No es casual que hablar de la cualidad humana y el conocimiento silencioso nos lleve a citar a un poeta místico. Porque el propio María Corbí reconoce que, si bien ya no nos es fácil ser creyentes, no podemos descartar, de las tradiciones religiosas, las disciplinas que les permitieron a antiguas culturas apagar su yo, silenciar su yo, y dejar al mundo y a las cosas ser.

Me parece que esa cualidad humana es o bien la dignidad humana o al menos el indicio de ella. Los místicos la han aludido de diversas maneras: Meister Eckart pensó, y predicó en sus sermones, que en el fondo del alma humana hay una chispa divina, en ese fondo del alma nace de nuevo el hijo de Dios en nosotros, sin panteísmo, nos cristificamos, nos divinizamos, no porque nosotros lleguemos a ser Dios, sino porque él puede ser en nosotros. Ya en el siglo XX, Simone Weil piensa que en cada ser humano hay algo sagrado, impersonal. La tarea es descrearnos, dejar de ser nuestro yo para que Dios sea, pues Dios se retira para que la creación pueda ser.

Ahora podemos intentar decir esto sin teología, aunque de un modo no menos difícil, con Martin Heidegger: el ser humano es el ser ahí porque es existencia, está fuera de sí, y es apertura, para que el ser tenga un claro, un ahí donde ser, donde tener sentido.

Los teólogos y místicos lo han intentado pensar como el alma y su insondable fondo. Los filósofos antiguos y medievales como el alma y los modernos como conciencia (todos ellos, más o menos, como razón, pensamiento), más o menos al estilo de Blaise Pascal, que describe la fragilidad humana como una “caña pensante”. O Francisco de Quevedo, que nos ve a los humanos como “polvo, pero polvo enamorado”.

Basado en Edmund Husserl y Hannah Arendt, Klaus Held piensa que con cada ser humano nace el mundo, porque nace el ser ahí en donde el mundo se muestra, se revela, se devela.

Las cosas, el cosmos, podrían estar ahí con o sin nosotros, pero el mundo, el ser, el sentido, están en el ahí que el ser ahí, el ser humano (¿mente, alma, existencia?) le proporcionan. Es en el logos (el habla) que el ser recibe abrigo.

El ser humano es frágil como una caña, es mortal, finito, contingente, pero en él cobran sentido el tiempo, el ser, el sentido de las cosas, el mundo de vida. La vida toma conciencia de sí misma en el meditar humano. Y cada vez que un ser humano muere, muere con él una singular e irrepetible experiencia del mundo. Así como cuando un ser humano nace, con él nace de nuevo un mundo, una oportunidad, una esperanza.

Ese fondo del alma, insondable, impersonal, sagrado, es la dignidad. Simone Weil dice que eso sagrado impersonal es lo que en la víctima de la violencia y la injusticia grita: “¡por qué a mí!” Por eso es difícil de creerle a quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero es incapaz, ya no digamos de amar, sino de respetar la dignidad de otro ser humano, a quien sí puede ver, y a quien muchas veces se niega a ver.

Cuando sufrimos, dentro de nosotros grita algo sagrado: “¡por qué a mí!” Y cuando nos hacemos sordos a los clamores de las víctimas, estamos dando la espalda a la dignidad humana, a lo sagrado, dando la espalda a la vida, y al ser en que la vida toma conciencia de sí.

Eso probablemente no significa que los demás seres vivos, los animales, las plantas no tengan su propia dignidad ontológica. Incluso, quizá sólo esa cualidad humana, la de silenciar nuestro yo y escuchar el ser silencioso del mundo, es lo que nos permite apreciar lo inconmensurable de la presencia de todos los demás seres: aves, plantas, piedras, planetas, polvo estelar. Es la realidad bio-psico-social-cósmica del ser humano, como expresa María Noel Lapoujade.

Pero insisto: al menos a mí, me cuesta trabajo creer en la honestidad de quien se diga humanista o diga tener compasión por todo lo vivo, pero se niegue a oír el grito de justicia de las víctimas. La dignidad humana es eso que clama al cielo justicia: las madres buscadoras son el fondo insobornable de la humanidad, de la dignidad que aún nos queda.

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Autogobierno

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Autogobierno

Javier Hernández Alpízar

“El buen arquitecto no es el que, prendado de pureza, para edificar su ciudad tiene que arrasar un mundo, sino el que, a semejanza del humilde artesano, recoge la impura tierra para darle una forma nueva.” Luis Villoro.

El movimiento de Autogobierno (1972-1992) en la Facultad de Arquitectura UNAM cumple 52 años, pues fue fundado el 11 de abril de 1972. ¿Qué podemos pensar y actualizar quienes nacimos después de 1968 y crecimos con las secuelas y las influencias del movimiento social liberador, democrático, los aires libertarios de las décadas de los sesenta e inicios de los setenta?

La generación que vivió su juventud en esos años nació cuando estaba por terminar la Segunda Guerra Mundial. Un mundo que había traicionado todas las promesas del humanismo y la ilustración mostraba su rostro siniestro con la guerra y el genocidio. Los procesos de descolonización y las luchas de los pueblos, bajo la bandera de la liberación nacional e incluso del socialismo, quedaron atrapadas en la lógica bipolar de la guerra fría. Es decir, fría para las grandes potencias que se enfrentaban, pero caliente para los países de Asia, África y América Latina, en donde querer iniciar un nuevo destino como nación independiente era convertirse en parte del peligro y ser tratado con toda la violencia del anticomunismo de la época.

En México, el gobierno de la revolución mexicana que había coqueteado superficialmente con el socialismo, con una reforma agraria y la nacionalización petrolera, pronto retomó la vocación de favorecer la empresa capitalista, y se alineó con el anticomunismo estadunidense, mientras mantenía una retórica de la “tercera vía”, de los países del tercer mundo o no alineados y la llamada “economía mixta”.

Sin embargo, los jóvenes mexicanos fueron capaces de contagiarse y participar de la revolución democrática mundial que se alzó como movimiento social, como protesta y revuelta juvenil, principalmente estudiantil. De París, Berlín y Praga a ciudades de Japón, los Estados Unidos y América Latina, los jóvenes alzaron la bandera de la rebeldía pidiendo cosas muy sencillas: libertad, democracia, no represión. Sabemos que, en nuestro país, el movimiento sufrió una trágica y cruenta represión estatal –militar el 2 de octubre, pero la represión no ocurrió sólo en la Ciudad de México, sino en varias ciudades del país.

Sin embargo, el viento de libertad que recorrió el mundo no quedó cancelado ni en la cárcel, ni en los sepulcros, sino que sus arroyos alimentaron el río de movilización social de los setenta y ochenta, corriente fresca que terminó derribando al PRI en el fin de siglo, un poco como las estatuas del comunismo en la Europa del este. El viento libertario, como el espíritu, sopla donde quiere. Y la rebeldía sesentaiochera se volvió a alzar en 1994 cuando, lo dijo José Agustín, los zapatistas mayas fueron quienes portaron “la onda”.

Las aulas no fueron ajenas a esta inquietud y rebeldía, En la Facultad de Arquitectura durante los agitados días del Autogobierno, hace ya 52 años, en asambleas, se discutió de presos políticos, de condena a la represión, se exigió la desaparición de los cuerpos represivos, se rechazó la participación del ejército en la masacre y la represión, pero también se intentó cambiar la forma de pensar, enseñar, proyectar y producir la arquitectura.

El cambio de perspectiva tuvo consecuencias que incluso se reflejaron en la enseñanza de toda la facultad, no solamente de la parte que construyó el autogobierno.

Sin embargo, como ocurrió con toda la contracultura de esos años (desde la psicodelia y las flores en el pelo a la creación en la música, la danza, el teatro, el cine y la literatura), la industria capitalista y el Estado se encargaron de hacer una operación de control de daños, cooptando lo que pudieron y tratando de dejar en el olvido lo que no pudieron adulterar.

En arquitectura, en la Facultad, ha regresado al centro de la enseñanza profesional universitaria la ideología hegemónica: una arquitectura que se ve a sí misma como arte o como alta tecnología, desde un paradigma positivista que sustentó a las vanguardias, del movimiento moderno hasta nuestros días. Algunos de esos vanguardistas modernos tuvieron una retórica socialista, pero casi nadie se comprometió con la verdadera democracia política y epistémica que representó la participación: la producción social del hábitat, el diseño participativo y la arquitectura participativa. Con excepciones como Hannes Meyer, quien sí comprendió la participación en arquitectura, la mayoría siguieron siendo artistas, a veces con intenciones filantrópicas.

Incluso arquitectos y oenegés hábitat con ideas progresistas han pensado que basta con que los arquitectos militantes de izquierda sean sensibles para que proyecten una arquitectura “social”, sin asumir el más elemental de los derechos a habitar: el derecho a participar y a tomar las decisiones.

Al respecto, a algunos herederos de esa rebeldía contracultural, nos parece que una herencia legítima del radical cuestionamiento que dio origen al Autogobierno es reivindicar lo que Jean Robert ha llamado la “libertad de habitar”, el fenómeno raíz, anterior a cualquier codificación como derecho: derecho a habitar, derecho a participar, derecho a la vivienda, derecho a la ciudad y al territorio.

Lo podemos resumir en estas palabras de Manuel Saravia Madrigal, en “El significado de habitar”, explicando a Iván Illich, uno de los pensadores que reflexionó desde esa perspectiva liberadora:

“Habitar un mundo significa depender de otros en el acto mismo de habitar (y asumir esa dependencia personal). E intervenir en su transformación humana: participar. En este sentido, participar significa vivir y relacionarse de un modo diferente. Pero sobre todo implica la recuperación de la libertad interior propia, es decir, aprender a escuchar y compartir, libre de cualquier miedo o conclusión, creencia o juicio predefinidos.”

La palabra “autogobierno” puede volver a cobrar su sentido orientador: por algo hoy quienes se autogobiernan construyen autonomía en territorios indígenas en rebeldía. Tal vez otros autogobiernos están por ahí, en las grietas del vasto horizonte de la heteronomía moderna capitalista.

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Metabolismo. ¿Es Marx antiecológico?

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Metabolismo. ¿Es Marx antiecológico?

Javier Hernández Alpízar

A los hacedores de la revista Metabólica.

En biología, el término “metabolismo” significa el proceso de transformación de sustancias químicas mediante el que los organismos vivos asimilan lo que los nutre, lo incorporan a sí mismos y desechan lo que no necesitan y lo excretan. De modo que el metabolismo incluye otros procesos como nutrición, digestión y respiración; anabolismo y catabolismo: análisis y síntesis de sustancias.

Etimológicamente, la palabra está formada por la palabra griega metabolé (cambio) y el sufijo ismo, que dice: cualidad o sistema. Es decir, el sistema de cambios, transformaciones.

El concepto de metabolismo es usado por Karl Marx para referirse a la relación entre el ser humano y la naturaleza, mediada por la producción, el trabajo humano.

Cuando Hannah Arendt explica el concepto de labor (en su distinción entre labor, trabajo y acción), se refiere a Marx como el filósofo de la labor que introduce el concepto de metabolismo y se ayuda de él para explicarla: “… “la labor es una actividad que se corresponde con los procesos biológicos del cuerpo; esto es, resulta evidente que, como dijo el joven Marx, se trata del metabolismo entre el hombre y la naturaleza, o de la forma humana de este metabolismo que compartimos con todos los organismos vivos. Al laborar, los hombres producen las necesidades vitales que deben ser incluidas en el proceso vital del cuerpo humano.”

Lo cierto es que no sólo el joven Marx se refirió al metabolismo, sino que en El Capital sigue usando el concepto: …“el trabajo es, independientemente de todas las formaciones sociales, condición de la existencia humana, necesidad natural y eterna de mediar el metabolismo que se da entre el hombre y la naturaleza, y, por consiguiente, de mediar la vida humana.”

Es decir, el trabajo, la producción material de valores de uso (bienes de uso y bienes de consumo) no “supera” la naturaleza, la primera creadora de los valores y bienes de uso, sino que el trabajo es natural, es una prolongación mediante el agente humano (cuerpo humano laborioso y trabajador), de la naturaleza. Así lo anota Marx en su Crítica al programa de Gotha:

“El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores de uso (¡qué son los que verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre.”

La naturaleza crea valores de uso de manera espontánea; el ser humano, valiéndose de su cuerpo y su fuerza de trabajo e inteligencia (naturaleza todos ellos), produce valores de uso transformando lo ya recibido de la naturaleza y apropiándoselo.

Negar a la naturaleza como fuente de riqueza, de valores de uso, implica un velo ideológico que alfombra el camino para la propiedad privada: se piensa que el trabajo es el único productor de riqueza y luego se hace un esquema metafísico en el que se naturalizan las relaciones de propiedad privada y de producción capitalista mistificando, como ahistóricas, además de las condiciones naturales, las condiciones sociales e históricas del trabajo y la producción.

El condicionamiento de la naturaleza sobre los seres humanos se atenúa conforme crecen la complejidad y el condicionamiento social, pero jamás desparece, porque el ser humano no puede crear valores de uso desde la nada, siempre tiene que iniciar por una fuente natural.

Incluso la injusticia en el ordenamiento social acentúa el condicionamiento natural de los oprimidos, como expresa Alfred Schmidt, de la Escuela de Frankfurt, en El concepto de naturaleza en Marx.

“El dominio de la naturaleza no organizado en forma socialmente justa, por grande que sea su desarrollo, sigue significando que se está a merced de la naturaleza”.

Los ejemplos de pandemias, desastres socioambientales y cambio climático son un claro ejemplo de lo que dice Schmidt.

El concepto de metabolismo registra y reconoce que ningún proceso de producción humana, por complejo o potente que sea, puede prescindir de la naturaleza: fuente primera de la riqueza material, de valores de uso.

Además, si es un metabolismo, significa una interacción profundamente enraizada en el ser humano, en su cuerpo y sus procesos bilógicos, en su naturaleza misma.

Por ende, las contradicciones con la naturaleza y la depredación de la misma no se justifican, sino que apremian por soluciones más inteligentes y sensibles.

Probablemente bajo casi cualquier modo de producción habrá un grado de deterioro ambiental, pese a que en la naturaleza todo se recicla (agua, carbono, nitrógeno), pero el capital no tiene límites en su avidez de producción de valor de cambio (el Rey Midas a escala industrial y global) y, por ello, el metabolismo humanidad-naturaleza se enferma, se deforma, se corrompe, se vuelve más tóxico e incluso radiactivo.

Si recordamos nuestra condición de humanos dependientes de la naturaleza y hacemos que sea un eje del cambio que se necesita en nuestro modo de producción, que en el caso capitalista se ha vuelto un modo de destrucción, dijera Jean Robert, podemos acercarnos a un programa ético-ecológico-económico-cultural-político como el que han enarbolado los activistas frente al cambio climático- calentamiento global-: “cambiemos el sistema, no el clima”.

En este sentido, Karl Marx no es un parapeto para hacer del ser humano un emperador de la naturaleza que pueda comportarse con ella tiránica y despóticamente, sino que los conceptos de metabolismo y de naturaleza de Marx son perfectamente compatibles con el cuidado de la Tierra, tal como lo entienden ecologistas como Leonardo Boff, activistas como Greta Thunberg, o como lo entienden los pueblos indígenas, para quienes la naturaleza en Madre:

“Los pueblos originarios –escribió la médica tradicional nahua y defensora del territorio María de Jesús Patricio Martínez – tienen una relación estrecha, tamizada por sus tradiciones, con la Madre Tierra y con el territorio que ocupan; en él se incluyen la tierra, el aire, el agua y el bosque.”

Una posible clave es rastrear el concepto de Altépetl (Atl= agua; Tépetl= montaña, cerro) que, nos recuerda Jean Robert en una brevísima fenomenología del habitar, implica una relación profunda, cultural e históricamente arraigada, con el entorno natural. Otros pueblos indígenas tienen análogos conceptos de Madre Tierra, Pachamama, Madre Ceiba, un poco como la Physis griega que dijo Heidegger.

Marx no abogó por la destrucción de la comuna rural y campesina rusa, que el estalinismo finalmente sí operó, sino que pensó, así lo escribió a Vera Zasulich, que podía ser la base de un futuro comunismo, un comunismo no depredador de la naturaleza sino metabólicamente articulado, arraigado, en esa cultura rural campesina.

Quizá por eso la propuesta zapatista actual es anticapitalista, porque también tiene a la naturaleza, a la tierra, a la Madre Ceiba, como base de un metabolismo entre ella y las comunidades campesinas e indígenas autónomas.

Asimismo, otros pueblos indígenas, campesinos, rurales y urbanos incorporan conceptos como territorialidad, dice Jean Robert. Defensa del territorio, y de la vida, donde vivimos y donde laboramos y trabajamos metabólicamente.

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