Decrecimiento o cómo seguir adelante en un planeta al cual parece que hemos llevado al límite

Babel

Decrecimiento o cómo seguir adelante en un planeta al cual parece que hemos llevado al límite

El cambio climático dejó de ser una mera especulación “prospectiva” de especialistas para ponerse frente a la mirada de todos como una grave amenaza al futuro de la especie. Algunas reflexiones de autores como Martin Heidegger, Simone Weil, Wendell Berry e Iván Illich nos pueden permitir pensar en caminos alternativos al dogma desarrollista del crecimiento. Sus aportaciones nos pueden inspirar praxis políticas, ecológicas y educativas que incidan en el debate y las acciones colectivas y sociales a niveles globales y locales.

Javier Hernández Alpízar

“La muerte del dragón”, cuento de Dino Buzzati, nos puede ayudar a la comprensión icónica del momento en que extinguimos lo sagrado o lo “arcaico”. Lo que en las sagas de cazadores de dragones había sido épico: el valiente caballero enfrentando a una bestia superior y fabulosa, capaz de arrojar fuego y de resistir al embate del héroe, en la fabulación de Dino Buzzati se convierte en una antiépica, aquí la historia de nuestra especie es una narración de antihéroes, torpes, ciegos, cegados por la autoconfianza moderna en nuestra superioridad, nuestra ciencia y técnica, nuestras armas de fuego, nuestro desprecio por lo antiguo y medieval. “Del cuerpo del dragón, carcasa apergaminada, se elevaban sin pausa los dos hilos de humo que se retorcían con lentitud en el aire estancado. Todo parecía haber acabado, un triste suceso digno de olvido, eso era todo.”[1]

Los personajes devienen casi trágicos. Asisten a la muerte del dragón y al cobarde asesinato de sus críos, o mejor dicho: participan como instrumentos de un destino torpe, despreciable y vergonzoso. No es un grito de libertad y superioridad, sino el bochorno de haber perpetrado un gran mal e incluso el aguijón de haber preparado nuestra propia muerte en lugar de nuestro triunfo.

La dialéctica del iluminismo es contada como un anticuento de hadas, pues así como Theodor W. Adorno y Max Horkheimer habían encontrado esa dinámica interna de la Ilustración como un sujeto bifronte, doctor Jekyll y Mr. Hyde, proceso que nos libera de miedos supersticiosos y nos deja en un mundo desencantado donde el conocimiento es dominio, poder y sometimiento de todo, así también la muerte del dragón (“El desencantamiento del mundo es la liquidación del animismo.”[2]) empobrece al mundo, lo mutila y vuelve unidimensional, prosaico, carente de verdadera humanidad.

Occidente mata al dragón porque ha codificado a la naturaleza como hostil. Oriente había tenido dragones sagrados, de buen augurio, asociados a la lluvia como en China, o a la tierra entera, la naturaleza toda, como el Quetzacóatl-Kukulkán mesoamericano. Carl Sagan especula que nuestra aversión a los reptiles quizá viene del hecho de que los dinosaurios fueron señores de un mundo donde los mamíferos eran los marginales, ya que sólo cuando ellos se extinguieron los mamíferos prosperaron. [3] Pero me parece mucho más asertivo que la serpiente, los reptiles y los dragones representan a la tierra, la naturaleza, que para Oriente es madre generosa y para Occidente enemiga a subyugar.

Sin embargo, no solamente desacralizamos a la naturaleza, matamos a los dioses y domesticamos a los seres feéricos para que fueran diversión de nuestras hijas e hijos en los cuentos, también envilecimos, volvimos mercancías a los cuatro elementos: la tierra (el territorio), el agua, el aire (el viento), y el fuego (la energía),[4] convertido en nuestro sirviente en la cocina y nuestro sicario y asesino en la guerra. La era atómica, para José Revueltas, una nueva etapa en la historia de la humanidad, es para Akira Kurosawa y Hayao Miyazaki el inicio de una nueva épica, sueño y pesadilla postapocalíptica; para nosotros es hoy, quizás, el desenlace de una profecía autocumplida: el dragón murió y, disecado, fue el inicio de la taxidermia interminable de nuestro mundo de la vida.[5] No pudiendo colonizar nada más allá, pues la tierra es una esfera finita, terminamos por colonizarnos a nosotros mismos, colonizamos nuestros deseos, los llenamos de tóxicos sueños de imperio y poder, y dejamos de ver que la Tierra padece por nuestra avidez de “recursos naturales” y energía “barata”.

Probablemente no murió lo sagrado sino nuestra conciencia de lo sagrado. La luz del día era limitada, y con las noches el mundo se cubría de sombras: ¿el reino de la nada, el reino de los muertos, de los animales, de los dioses? Sin embargo, a la angustia de esperar el nuevo amanecer fue desalojándola la confianza en que el ciclo se cumple, primero logramos domesticar el fuego y prolongar la compañía de la luz, caro recurso y, también, cara metáfora de lo que nos muestra el mundo y sana nuestros miedos. Probablemente el exceso fue la apropiación de la energía eléctrica, que perpetuó la jornada del día y por ende la del trabajo. Prolongamos artificialmente el día y creímos haber controlado el tiempo. La copia terrestre de nuestra vía láctea, las luces de las ciudades, hogueras de nuestra tribu en las noches del planeta, parecen anunciar, a menos que un poco probable “milagro” nos “salve”, la muerte de nuestro reinado.

Mas no solamente perdimos muchos de nuestros miedos –otros se agazaparon dentro de nosotros para roernos por dentro– sino que perdimos el respeto. Dueños del día y de la noche, pensamos que no quedaba nada sagrado. Lo hicimos hipócritamente, porque al mismo tiempo que desacralizábamos el mundo natural, comenzábamos a endiosar, sacralizar y fetichizar al dinero, el Becerro de Oro, el nuevo amo indiscutible.

A contramano del proceso histórico realmente existente, los modernos, es decir, los europeos y los colonizados por los europeos y, en mayor o menor grado, “europeizados”, nos inventamos una narrativa autocentrada: eurocéntrica, modernocéntrica, según la cual, la historia de nuestro planeta y nuestro mundo es la del progreso, el ascenso en el grado de conciencia, de raciocinio y libertad. ¡Oh, cuánto tuviste que engañarte, Hegel, para creerte y para vendernos el cuento del espíritu que va cobrando conciencia de sí mismo con el paso del tiempo histórico a nuevos y “superiores” estadíos! Ya los jóvenes Karl Marx y Friedrich Engels describían, en el mismo nacimiento y pujanza juvenil del capitalismo industrial en Inglaterra, la combinación deletérea entre la decadencia del mundo medieval y la barbarie del mundo capitalista: la riqueza monopólica y el poder, la prepotencia del capital, nacían chorreando sangre y lodo. Y desde el inicio, los ríos de Inglaterra contaminados por la industria textil denunciaban que la naturaleza, convertida en mercancía, sobreexplotada y prostituida, se convertía en miasmas inmundas, al tiempo que los trabajadores, explotados hasta la enfermedad y la muerte prematura, eran el testimonio de que el espíritu no se elevaba a mayores alturas como quería creer Hegel, sino que se sumía en un envilecimiento que en más de un aspecto hacía palidecer a los sufrimientos de esclavos y siervos de épocas pretéritas.[6]

A inicios del siglo XX, Walter Benjamin recuperaba el espíritu utópico: las técnicas modernas, como el cine y la fotografía, que hacían masivamente reproducible el arte, parecían prometer una veta liberadora, redentora. Probablemente un tiempo mesiánico o prometeico se anunciaba en la posible revolución social aliada a una técnica o tecnología lúdica que en lugar de alienar más a los seres humanos, de sí mismos y de la naturaleza, los reconciliara, los religara.[7]

Después vinieron dos guerras mundiales: los campos de concentración y de exterminio genocida y dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki echaron por tierra los sueños, dando sentido al visionario dilema planteado por Rosa Luxemburgo: socialismo o barbarie. Y en el silogismo disyuntivo, cancelada la vía socialista por el totalitarismo real, se adueñó del mundo la barbarie, temporalmente disimulada por el consumismo del fordismo y el keynesianismo (la “sociedad de consumo”), pero luego, arrancada la piel de oveja y desatada la bestia del capitalismo salvaje, el dios al que nuestra civilización (summa de decadencia y barbarie) sacrifica la naturaleza y los seres humanos, naturaleza humanizada, en el altar del dinero y la violencia. Al señalar al capitalismo, sigo mi conciencia ética, pero también hago eco de las palabras de don Pablo González Casanova, ex rector de la UNAM, quien escribió: “La verdad completa sólo se logra si al ‘colonialismo’ y a ‘la dependencia’, se añade ‘el capitalismo’ en su situación actual.” [8]

Con su mejor buena fe, los expertos en las ciencias naturales han pensado en un autocontrol de los seres humanos (en abstracto, sin atender a la división entre clases poderosas y clases desposeídas) como manera de dar un uso “racional” a “los materiales de la civilización”: “buscar las condiciones que permitan continuar con el desarrollo de nuestra civilización. Por supuesto que la esperanza es generar soluciones que no produzcan cambios bruscos ni radicales y que se propicien los suficientes adelantos para lograr un uso más racional de los materiales. Asimismo, este ideal también debe tomar en cuenta a las generaciones futuras para que no hereden un planeta estéril, inhóspito y falto de todos aquellos recursos no renovables y sus sustitutos.”[9] Suenan a involuntario sarcasmo las arengas, según las cuales, una humanidad sin jerarquías puede decidir lo mejor para todos, sin imposiciones de los poderosos y sus intereses: “Como ciudadano del mundo, a todos los hombres nos corresponde vigilar la utilización que se les dé a todos los materiales que han forjado nuestro medio ambiente con el fin de evitar su derroche irracional y su mal uso.”[10]

En el mundo están concentradas la riqueza y el poder en tan pocas manos que las decisiones sobre lo que puede afectar el futuro de toda la humanidad no pueden ser tomadas democráticamente. Era ya así desde el oligopolio de las armas nucleares y otras amenazas de destrucción masiva: en 1990, al final de la llamada guerra fría, Washington y Moscú concentraban el 97% de arsenal nuclear[11]. Sigue sucediendo hoy, con la concentración del poder del dinero en una elite o plutonomía mundial: “el 0.1 por ciento de los más ricos del planeta, 4.5 millones de adultos del total de 4 mil 500 millones de adultos del mundo, concentra riqueza neta de alrededor de 10 millones de euros, esto es, una participación en la riqueza total de casi 20 por ciento.”[12] Acumulación de riqueza que asegura a esa pequeña porción de la humanidad el monopolio del poder, especialmente en las decisiones económico-ecológicas. Además, esta elite es masculina y está afianzada en el patriarcado. El dominio del varón sobre la mujer es, al menos, homólogo del dominio sobre lo otro natural (Tierra, plantas, animales) y está fuertemente correlacionado con la imposibilidad de tomar decisiones democráticas en asuntos del cuidado de la naturaleza, por ejemplo, en la decisión de cuántos hijos tiene una pareja, sin ir más lejos. La argumentación de esta correlación entre el imperio masculino sobre las mujeres y la prepotencia de la especie humana, i. e. de una elite de los varones de ella, sobre el mundo natural puede leerse en el libro de Lizbeth Sagols, La ética ante la crisis ecológica.[13] Por ello, así como, a mi parecer, correctamente, las feministas insisten en que la emancipación femenina debe ser un tema transversal en las agendas políticas liberadoras, asimismo, el anticapitalismo y el ecologismo tienen que ser pensados juntos y llevados a praxis conjuntas deliberadas, como plantean los “ecosocialistas”.[14]

En este sentido, un esfuerzo por enfrentar realmente el problema de la crisis ambiental y el cambio climático pasa por entenderlo como injusticia climática y antidemocracia en la toma de decisiones que entorpecen de origen cualquier iniciativa: “La indolencia política de ese ‘nosotros’ abstracto ignora soberanamente las influencias del poder y sus efectos, por lo cual se transforma en ideología.”[15]

Pensar en soluciones de corto alcance, que “no produzcan cambios bruscos ni radicales”[16], es simplemente no entender la complejidad en la que se intersectan capitalismo y patriarcado con explotación, desigualdad, injusticia y devastación ambiental, incluido el cambio climático.

Es irónico que hayan sido los combustibles fósiles la fuente de energía que le dio vida e ilusión al periodo capitalista de derroche, sobreproducción, sobreconsumo, crisis de sobreacumulación y “desrealización”[17], crecimiento demográfico exponencial y una, hoy lo sabemos, efímera, “civilización del petróleo”, como la ha llamado el economista Andrés Barreda.[18]

Irónico, porque quienes han estudiado la genealogía de los combustibles fósiles: carbón, petróleo y gas, nos han explicado que fueron los extintos bosques y selvas, los cuerpos de los animales de eras geológicas anteriores, extintos masiva y repentinamente, los que dieron lugar a esa materia convertida en combustible. De ahí su apellido: “fósil”.

La naturaleza había asimilado la podredumbre de la destrucción masiva de especies, mundos de vida enteros, destruidos sorpresivamente como en los mitos universales y ubicuos del Diluvio. La fosilización de esa materia en carbón, petróleo y gas fue el resultado de esa asimilación, una digestión y control de daños que permitió sanear la tierra en la superficie y dejó prosperar a los mamíferos y otros animales y vegetales para nuevos tiempos. La naturaleza regenera al planeta de las catástrofes, tal como el “Mar de la Decadencia” va descontaminando la Tierra en la película de Hayao Miyazaki “Nausicaa, Guerreros del viento”. Parece claro que, como piensa Simone Weil, “nuestro pecado es no poder realizar la fotosíntesis”, y pues los vegetales son los únicos que pueden regenerar el mundo gravemente alterado por los humanos.

La saga de Jurasic Park y Jurasic World encierra una metáfora exacta que en la historia humana se realiza de manera menos romántica y, muy probablemente, sin final feliz: en las novelas y filmes de la saga mencionada, los humanos, biotecnología de por medio, resucitan a los dinosaurios creyendo que los pueden tener bajo control como bestias de feria, pero una y otra vez pierden el control y la vida, siguiendo su curso, libera a los dinosaurios y los vuelve de nuevo bestias magníficas y libres.

En la historia real no reprodujimos a los dinosaurios, pero con una tecnología mucho menos sofisticada, convertimos el combustible fósil que dejaron al ser destruidos en la materia de nuestro fantasmagórico mundo del fetichismo de la mercancía, el dinero, el progreso y la tecnología. Pero al volver a quemar las emisiones de dióxido de carbono que la naturaleza había recogido y encerrado bajo tierra, las liberamos como gases de efecto invernadero y estamos haciendo posible que no sea necesario un meteorito colosal para acabar con la era de nuestra especie y dar paso a una era geológica posthumana.

Casi se antoja pensar que los mitos del mundo antiguo son más exactos que la moderna narrativa del ascenso civilizatorio, en algunos aspectos la historia humana puede leerse, paradójica y provocativamente, como un descenso de humanidad: los viejos seres humanos, hace miles de años, como el hombre de Cro-Magnon, habrían tenido, como lee John Berger[19] en sus dibujos y pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, un conocimiento más sabio de la naturaleza y de los animales, en medio de los cuales vivían como minoría, un mundo con misterios pero, por eso mismo, con límites que impedían la hipertrofia contraproductiva que el gigantismo moderno ha emprendido.

Probablemente esos viejos mitos, que enseñaban a casi todos, y probablemente a todos, los pueblos antiguos del mundo que la naturaleza era sagrada y nos alimentaba a condición de respetar su misterio y sus límites, estaban más cercanos a la verdad de una Madre Tierra, una Pachamama, una Gaia, una Diosa Madre viva a la cual nosotros explotamos y prostituimos sin piedad porque la industria capitalista y la técnica moderna la han desacralizado y convertido en nuestra esclava.

Quizás la enfermedad de la Tierra se está curando mediante el expediente de aniquilarnos a los causantes de su padecimiento para permitir el nuevo florecimiento de la vida en un planeta singular, único hasta donde sabemos, al cual no hemos aprendido a amar y del cual no hemos sabido ser habitantes sabios, como nuestro soberbio nombre presume. Algunos autores como Edgar Morin y Anne Brigitte Kern intentan generar una conciencia de especie, de ser ciudadanos del Planeta Tierra, pero estamos lejos de que esta idea sea horizonte cotidiano de nuestra praxis.[20] Y no es un asunto sólo de conciencia, por la antidemocrática concentración de las decisiones, como ya vimos, sino de organización social y de transformación sistémica.

De cuando en cuando aparecen en los medios noticias, perdidas entre los escándalos del momento, sobre los síntomas de la agonía de la Tierra: islas de plástico en los océanos, achicamiento del hielo en los polos, aumentos constantes en la extinción masiva de especies, en el avance del desierto sobre lo que fueron antes bosques y selvas, primeras migraciones humanas masivas del sur empobrecido, sobreexplotado y hambriento a un norte que quiere encerrarse como en un búnker.[21] Probablemente la Tierra se ha acabado, la noticia pasó desapercibida y no nos enteramos. Cuando nos demos cuenta, quizá ya no sea tiempo ni siquiera de repasar velozmente nuestros recuerdos. Así que ahora, en este momento oscuro, como en una novela de Ernesto Sabato, podemos ser los personajes incómodos que en medio de la fiesta y el triunfalismo del consumo alzan la voz para decir que estamos matando a la Tierra, que nuestro mundo de la vida sucumbe ante nuestra insaciable voracidad de colonizar, explotar y consumir. Un mundo donde el fetichismo del dinero nos ha vuelto ciegos a nuestra necesidad de la Tierra, como en el aforismo de la canción de Luis Eduardo Aute: “Hoy cualquier cerdo es capaz de quemar el Edén por cobrar un seguro”.

Queda tal vez apenas tiempo para tener conciencia de que la nuestra fue una historia única, que no se repetirá, como no se repetirán los ciclos de vida de las primeras bacterias, los anfibios, los dinosaurios o los grandes mamíferos que ayudamos a extinguir. Tal vez el tener una conciencia, in extremis, de nuestro destino sea nuestra aportación efímera en la vida, mucho más dilatada que la nuestra, de este planeta. Contémonos esas últimas historias sobre una especie que soñó ser la reina del mundo.

No se trata de ser “optimistas” que esperan nuestra salvación de fuerzas ajenas a nosotros. “El único entusiasmo justificable es el que acompaña la voluntad inteligente, la actividad inteligente, la creación rica en iniciativas concretas que modifican la realidad existente”.[22]

Lo primero es no negar la realidad. Incluso las estimaciones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) son altamente conservadoras para poder ser divulgadas después de un filtro de gobiernos y poderes de facto mundiales.[23] No obstante, lo claro es que estamos tocando fondo, que estamos llegando al límite de la capacidad del planeta para darnos sustento ante lo altamente demandantes de energía y “recursos” en que nos hemos convertido.

Como sintetizó en una entrevista para la Gaceta UNAM el doctor Luca Ferrari: Seguimos hablando de crecimiento económico como deseable y posible. Todo incremento del producto interno bruto, por pequeño que sea, es exponencial. Se da por hecho que el crecimiento exponencial infinito es posible, necesario y positivo: sin embargo, no puede continuar para siempre en un planeta finito, y a largo plazo se vuelve nocivo”.[24]

La autora de la nota y entrevistadora concluye así: (Luca Ferrari) “propone considerar el decrecimiento, que es una disminución regular y controlada de la producción económica, para establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, pero también entre los seres humanos.” [25]

¿Decrecer? ¿No solamente no crecer, o dejar de crecer, lo cual en el capitalismo ya es impensable, sino “decrecer”? Esta tremenda herejía contra el capitalismo, contra la sociedad industrial, contra la modernidad y contra el voluntarismo de Occidente (el mismo que acabó con dragones y dioses) necesita mucha reflexión para ser comprendida y mucha voluntad inteligente y comprensiva para ser abrazada. Por ello dedicaremos, en lo que sigue, algunas páginas para tratar de hacer comprensible el concepto desde algunos pensadores precursores en el campo de hacer una crítica de lo que hoy llamaríamos una dinámica y un proceso civilizatorio no sostenible ni sustentable.

Martin Heidegger era un pensador que no compartía el prejuicio moderno de que lo nuevo o lo actual son necesariamente mejores que lo antiguo o lo medieval. Ejercía casi el dogma opuesto: encontraba que la relación con conceptos fundamentales como el ser (el tema de toda su vida), la verdad (des-ocultamiento), la naturaleza (la “físis” griega), el habitar, el producir (la “poiesis”) había sido más profunda y rica en los atisbos “originarios” de los griegos. Ante esas intuiciones primeras de los presocráticos, el decurso posterior de la filosofía fue agregando una especie de palimsesto de traducciones, versiones e interpretaciones que fueron oscureciendo esa primigenia experiencia del ser y el pensar.

Una de las muchas experiencias, vivencias, y modos originarios de pensar que más se empobrecieron fue la experiencia del ser de los entes, es decir, nuestra idea de las cosas o de la esencia de ellas, sean las naturales o las producidas técnicamente por el ser humano. El desocultamiento de los entes, especialmente el de los naturales, para los griegos (y agregamos: otros pueblos antiguos), implicaba una cierta inconmesurabilidad, era un ocultarse al tiempo que se desocultaban, no mostrando nunca su entidad como mera presencia, mucho menos como un “recurso” para el ser humano productor, pero para los modernos esta relación se volvió un emplazamiento reduccionista: “El hacer salir de lo oculto que prevalece en la técnica moderna es una provocación que pone ante la Naturaleza la exigencia de suministrar energía que como tal pueda ser extraída y almacenada.”[26]

La naturaleza es una especie de esclava, condenada por nuestra metafísica, nuestra concepción de la realidad, a ser proveedora de energías y materias, “recursos naturales” de “nuestra” poderosa industria.

La comprensión de la estructura ontológica de esta relación entre seres humanos y “entes” nos revela el grave peligro en que estamos: hemos perdido el sentido ontológico de nuestra relación con el mundo y lo hemos reducido a un almacén de existencias a nuestra disposición. Sin embargo, en esa misma riesgosa estructura está implícita la posibilidad de modificar nuestra relación y recuperar el sentido del ser: una relación ontológica con el ser y con el ser del ente, y no una relación metafísica con entes que concebimos como meras presencias que se reducen a nuestra representación y luego a insumos para nuestro producir-consumir destructivo.

El diagnóstico de Martin Heidegger, si bien es profundo, nos reduce a una pasiva espera y escucha de un nuevo desocultarse del ente, del ser del ente. Hay probablemente en el filósofo de la Selva Negra una nostalgia de ese encantamiento del mundo, ese “animismo” que Max Horkheimer y Theodor Adorno ya nos mostraron derribado por la iconoclasta razón. La revuelta de Martin Heidegger contra el iluminismo es erudita y asombrosa, pero probablemente la urgencia del cambio climático nos exige mucho más que serenidad, meditación y una vuelta el origen griego del camino espiritual o intelectual de Occidente.

La lección es imperdible: nuestro ser mismo está involucrado en esta encrucijada civilizatoria crítica. No se trata solamente de ahorrar existencias para las generaciones productivistas-consumidoras futuras, como las mejor intencionadas definiciones de “sustentabilidad” suponen: se trata de corregir nuestra mirada sobre, y nuestra experiencia de, nuestro mundo. Antes lo empobrecimos, mediante una suerte de sobreexposición a la luz de la razón que en lugar de revelárnoslo ha terminado velándonos su verdad y reduciendo a la Naturaleza a “recurso” y al ser humano a “explotador de recursos”. Sin embargo somos naturaleza, por ello también hemos terminando siendo “recurso humano” para la gran maquinaria social capitalista que nos aliena y destruye nuestro planeta.

¿Cómo dejar de ver como nuda “materia prima” a una naturaleza viva y maravillosa si nuestro sistema económico-social-político capitalista nos simplifica como productores-consumidores apéndices del robot mundial capital? Tal vez a Martin Heidegger le hizo falta ser menos escéptico respecto al marxismo que hizo en el siglo XIX una crítica radical de esa modernidad que también Heidegger cuestionó. Quizás para nosotros no se trata de optar entre Karl Max y Martin Heidegger, sino de articular las mejores herramientas conceptuales de ambos para trabajar.[27]

Simone Weil es una pensadora radical cuya breve vida nos legó, casi toda ella publicada póstumamente, una obra luminosa: especie de suma de ingenuidad y perspicacia agudas. Ella también amaba a los griegos clásicos, como Martin Heidegger y en cierta medida Karl Marx. Pero no era antimoderna, se había formado estudiando a Rene Descartes y Emmanuel Kant, lo mismo que a pensadores heréticos del medievo y la antigüedad, e incluso si algunos no eran heréticos, ella los leía heréticamente. Simone Weil admiraba tanto el pensamiento racional filosófico que escribió en su tesis de estudios profesionales: “El mayor momento de la historia, así como hay un gran momento en cada vida, fue la aparición del geómetra Tales, que renace en cada generación de escolares.”[28] Sin embargo, sabía que todo pensamiento, incluso el más autorizado, tiene que leerse críticamente: “se trata nada menos que de saber si debo someter la conducción de mi vida a la autoridad de los sabios o sólo a las luces de mi propia razón”, como escribió en su tesis.[29]

Simone Weil identificó en los nazis a un viejo enemigo de la humanidad que existía desde el Imperio Romano, o aun antes quizá, y que volvería con los socialismos realmente existentes, que ella criticaba como la Gran Bestia.

A pesar de que sus ambiciones eran radicalmente espirituales, probablemente la herencia de una raíz judía (la cual ella no reivindicaba, pues era suma y acremente crítica del pueblo del Antiguo Testamento) le hizo comprender que salvar almas no es separable de salvar cuerpos, naturaleza. El ser humano, aun si como ella piensa tiene un destino trascendente más allá de nuestra vida terrestre y mortal, es un alma que necesita echar raíces, tener, como diría Martin Heidegger un mundo, y como expresó Edmund Husserl, un mundo de la vida. Ese echar raíces es vital, esencial, y nos determina y obliga: “Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de una participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro. Participación natural, esto es, inducida naturalmente por el lugar, el nacimiento, la profesión, el entorno. El ser humano tiene necesidad de echar múltiples raíces, de recibir la totalidad de su vida moral, intelectual y espiritual en los medios de los que forma parte naturalmente.”[30]

Esta defensa de la raíz comunitaria y cultural que debe alimentar a las almas humanas no tiene nada que ver con los nacionalismos, Simone Weil fue militante y luchó en territorio español contra el franquismo y, desde la trinchera intelectual de la resistencia antifascista en Londres, contra el nazismo. Incluso podría decirse que es precisamente el desarraigo, el frío que siente un alma sin un sustento cultural y comunitario sano, lo que arroja a masas de solitarios desarraigados en brazos de fascismos como los de Franco, Hitler o Mussolini.

No solamente los imperios políticos y sus destrucciones de las culturas vernáculas desarraigan, lo hace también el Becerro de Oro que ya había criticado Karl Marx (Simone Weil es crítica de Marx, pero en esto guarda con el autor de El Capital una profunda afinidad y coincidencia): “Aun sin conquista militar, el poder del dinero y la dominación económica pueden imponer una influencia extraña hasta el punto de llegar a provocar la enfermedad del desarraigo.”[31] Al análisis que nos legó Karl Marx sobre la enajenación humana por el capitalismo, Simone Weil lo enriquece con una nota psicológica esencial, el dinero, como cifra, atrae por simple: “El dinero destruye las raíces por doquier, remplazando los demás móviles por el deseo de ganancia. Vence sin dificultad cualquier otro móvil porque exige un esfuerzo de atención mucho menor. Nada tan claro y simple como una cifra.”[32]

Los análisis con muchas cifras parecen más inteligentes per se, sin embargo, una pensadora que no despreciaba las matemáticas encuentra que la rotundez de una cifra vence por simplicidad, buscar otros móviles es siempre más difícil, requiere más atención, más esfuerzo, más voluntad.

Si al análisis de Martin Heidegger sumamos esta observación de Simone Weil podemos entender por qué hay quienes no pueden comprender las devastaciones ambientales, ya que necesitarían evaluarlas y contabilizarlas en cifras de dólares o euros para apreciar las pérdidas. La inconmensurabilidad y la complejidad organizada y orgánica de la Tierra no pueden ser apreciados desde esa óptica “metafísica” y “técnica” como la llamaría Martin Heidegger, “desarraigada” como la llamaría Simone Weil, o alienada, como el lenguaje del marxismo y el existencialismo nos habían enseñado.

El tema del arraigo a una cultura vernácula nos lleva a otros dos pensadores que, sea por influencia directa de Simone Weil, por compartir una formación herética como la de ella o por enfrentar una problemática similar con una ética intelectual afín, también pensaron que la devastación de los lugares, el paisaje, la naturaleza, las comunidades, está relacionada con esa mirada desarraigada por la técnica, el dinero y la dominación: Wendell Berry e Iván Illich.

Comentando la lucha de una comunidad estadunidense, la de Marble Hill, en defensa de su localidad contra la imposición de un proyecto de producción de energía nuclear, Wendell Berry escribió que los enfrentan, desde el poder, funcionarios de la Comisión de Regulación Nuclear, con una mirada “fría”, “objetiva” (desarraigada) contra la apasionada defensa de quienes viven en el sitio que será destruido: “En todas partes, cada día, gentes poderosas que viven más allá de los efectos de su mal trabajo, o a quienes se otorga el privilegio de pensarlo así, perturban, desgarran, ponen en peligro y destruyen la vida local. Un poderosa clase de vándalos profesionales itinerantes está ahora saqueando el país y dejando basura.’ No se habla de su vandalismo por su nombre en virtud de su enorme redituabilidad (para algunos) y la gran magnitud de su escala. Si uno arruina un hogar, eso es vandalismo. Pero si, para construir una planta de energía nuclear, uno destruye buena tierra de labranza, desgarra la comunidad local y pone en peligro vidas, casas y propiedades dentro de un área de varios miles de kilómetros cuadrados, eso es progreso industrial.”[33]

La formación positivista y tecnocrática, a la vez, fría, objetiva, desarraigada, deslocalizada (como el capitalismo global) y mercenaria que reciben esos funcionarios vandálicos que miran nuestros hogares como maquetas y a los seres humanos como meras cifras de costo-beneficio es una educación esmerada, pero deshumanizante: metafísica como la llamaría Martin Heidegger, alienada como la llamaría el marxismo. “Para poder ser miembros de esta prestigiosa clase de profesionales desorbitados, hay que cumplir dos requerimientos. El primero es que deben ser hombres de carrera trashumante, por lo menos en espíritu. Esto es, no deben tener lealtades locales; no deben tener puntos de vista locales. Después de todo, para ser capaz de profanar, de poner en peligro un lugar, uno debe ser capaz de abandonarlo y olvidarlo. Nunca debe pensar en ningún lugar como el hogar de uno. Nunca debe pensar en ningún lugar como el hogar de alguien. Nunca debe pensar que ningún lugar es más valioso que aquello en lo que se puede convertir o que lo que puede obtenerse por él. A diferencia de 18 vidas en el hogar, la cual hace más particulares y preciosos que nunca los lugares y las criaturas de este mundo, la vida de los profesionales generaliza el mundo, reduciendo su diversidad abundante y generosa a “materia prima.”[34]

El despotismo sobre la naturaleza es también una imposición política sobre comunidades que no tienen el “peso” político y económico para defender “nuestros hogares y comunidades” frente a los proyectos “basados simplemente en hechos”, como suelen autodefinirse, argumentados con la simplicidad demoledora de las cifras, más simples y desarraigantes si son cifras de dinero, como nos enseñó Simone Weil.

La crítica de Wendell Berry desemboca en una propuesta de educación, coincidente con ideas de pensadoras como Simone Weil, de arraigar y contextualizar en una localidad y comunidad a los educandos: “la educación, en su verdadero sentido, consiste en habilitar para servir tanto a la comunidad humana que vive en sus hogares o vecindarios naturales y a las posesiones culturales preciosas que la comunidad viviente hereda o debe heredar. Educar es, literalmente, “criar”, llevar a los jóvenes a una madurez responsable, ayudarlos a cuidar bien lo que se les ha dado, ayudarlos a ser caritativos con sus semejantes. Tener tal educación es obviamente placentero y útil. Que una cantidad considerable de humanos deban tenerla es probablemente una de las necesidades de la vida humana en este mundo. Si esta educación se va a utilizar bien, es obvio que debe ser utilizada en alguna parte; debe ser utilizada donde uno vive, donde uno intenta continuar viviendo; debe ser traída a casa.”[35]

No solamente necesitamos una educación que generalice y universalice, porque no somos “ciudadanos del mundo” esa abstracción que nos equipara utópica e ilusoriamente al poder de los propietarios privados del capital globalizado, el de la plutonomía del 0.1 por ciento dueño de la quinta parte de la riqueza mundial y por ello mucho más influyente que cualquier otro “ciudadano” del planeta. Se ama al planeta, sí, pero se le ama arraigado en un sitio, en un paisaje geográfico-natural-histórico-cultural de él, y desde esa localización, comprendiendo que cada ser humano necesita defender el lugar-cultura donde hunde sus raíces. El desarraigo pasa no solamente por una educación positivista y tecnolátrica, sino por el culto fetichista del dinero y por la colonización de nuestros mundos de la vida infectados por las relaciones injustas y predadoras del capitalismo, es por ello cambiar solamente algunos efectos de ese complejo fenómeno nunca es suficiente, no pueden dejar de ir juntas, aliadas y reforzándose, una mayor comprensión de la complejidad del mundo natural y el humano, una democratización, en un preciso y radical sentido igualitario, de nuestra relaciones sociales y la conciencia de que nuestro planeta está en el límite, más que para él como planeta que alberga vida desde hace millones de años, para nuestra especie.

Iván Illich será el pensador con el que cerremos nuestro recorrido de lectura y reflexión para poder decir una palabra, esperamos que propositiva, que coseche algo de estos precursores. Al igual que Simone Weil y Martin Heidegger, Iván Illich es conocedor del pensamiento medieval y no lo vio jamás como un pasado oscuro que había superado ya la era moderna. Pero me parece que tampoco se apegó al dogma inverso de pensar todo como una mera decadencia respecto de un pasado que había que recuperar.

Iván Illich pensó radicalmente en las escalas, en las proporciones, en las medidas, en los límites, en la manera como son producentes o contraproducentes. Para él, nuestras herramientas, desde el utensilio hasta complejas instalaciones y sistemas (como las escuelas, los centros de salud o las carreteras) pueden ser de tal escala, limitada, proporcional, que permitan relaciones éticas, de amistad y de justicia entre los seres humanos, o bien estar hipertrofiadas, monstruosamente agigantadas de manera que escapan a nuestro control y dejan de propiciar esa relación humana ética para devenir contraproducentes.

Cuando la escala de nuestros mundos de la vida era tal que considerábamos al mundo más grande que nosotros, era así porque usábamos herramientas y máquinas que nos permitían una relación productiva, y relaciones sociales de producción, en las cuales todavía la herramienta servía a los seres humanos. Sin embargo, hoy nuestra propia identidad, nuestro ser social, nuestro carácter son troquelados por instituciones e instalaciones desproporcionadas que tienden al control totalitario de los seres humanos: las escuelas perpetúan y profundizan las desigualdades entre personas y dan un barniz de legitimidad a una injusticia social que se basa en otras razones y no en el saber. Las instituciones médicas nos han arrebatado la autonomía para decidir sobre nuestra vida y muerte, sobre nuestra salud, sobre el parir a nuestros hijos, incluso sobre el poder declararnos enfermos.

Es el sentido de la reflexión de Iván Illich sobre las herramientas: “La herramienta –escribió en La convivencialidad– es inherente a la relación social. En tanto actúo como hombre me sirvo de herramientas. Según la domine o ella me domine, la herramienta me liga o me desliga del cuerpo social. En tanto domine la herramienta, yo doy al mundo mi sentido; cuando la herramienta me domina, su estructura conforma e informa la representación que tengo de mí mismo. La herramienta convivencial es la que me deja la mayor latitud y el mayor poder para modificar el mundo en la medida de mi intención. La herramienta industrial me niega ese poder; más aún, por su medio es otro quien determina mi demanda, reduce mi margen de control y rige mi propio sentido. La mayoría de las herramientas que hoy me rodean no podrían utilizarse de manera convivencial.”[36]

Se trata de mucho más que de una mera tecnofobia, porque Iván Illich persigue una sociedad donde las herramientas sean convivenciales, es decir, estén subordinadas a las relaciones interpersonales éticas y de amistad y justicia (ideales que retoma de Aristóteles). En su momento, le parecía que el teléfono era una herramienta convivencial, porque podía ser usada para comunicarse a muy larga distancia, pero el control lo tenían las personas, ellas concertaban o aceptaban una conferencia telefónica y eso no las desarraigaba de las escalas de su mundo de la vida. ¿Quién sabe si Iván Illich pensaría lo mismo de los teléfonos celulares y smart phones? Ahora la máquina sintetiza tantas funciones que el teléfono es casi uno de sus usos marginales y es frecuente la queja de que esa comunicación “virtual”, más que a larga distancia (teléfono), suele obliterar o enajenar de la comunicación cara a cara con los próximos.

Así como Simone Weil, en sus cuadernos de notas, reflexionó sobre herramientas simples (palancas, ruedas, planos inclinados) que permitieran a los seres humanos trabajar, sin privarlos de sentir la resistencia de la materia, pero también sin esclavizarlos y mortificarlos, Iván Illich pensó que los seres humanos podemos desconectarnos de las grandes herramientas, mejor dicho instalaciones y sistemas, para usar otras cuya escala y proporción sean convivenciales.

Así como Karl Marx encontró que la explotación es odiosa no porque se gane un poco más o un mucho menos de salario, sino porque expropia el trabajo social, esencial para definirnos como seres humanos, así Iván Illich ha encontrado que el problema de las herramientas no convivenciales no es que puedan contaminar un mucho más o un poco menos, sino que generan monopolios que obligan a los seres humanos a someterse a ellas. El ejemplo que pone con el automóvil y la movilidad a motor es paradigmático: “Ciertamente los automóviles queman gasolina en holocausto. Ciertamente son costosos. Ciertamente los norteamericanos celebraron la cienmilésima víctima del automóvil desde 1908. Pero el monopolio radical establecido por el vehículo de motor tiene su propia forma de destruir. Los autos crean las distancias; y la velocidad, bajo todas sus formas, estrangula el espacio. Se abren autopistas a través de regiones superpobladas, luego se extorsiona a la gente un peaje para autorizarle a franquear las distancias que el sistema de transporte exige. Este monopolio de los transportes, como una bestia monstruosa, devora el espacio. Aunque los aviones y los autobuses funcionaran como espacio público, sin contaminar el aire y el silencio, y sin agotar los recursos de energía, su velocidad inhumana no degradaría menos la movilidad natural del hombre, obligándole siempre a dedicar más tiempo a la circulación mecánica.”[37]

Aun si no contaminaran y si no tuvieran a la humanidad al borde de despedirse de la vida de la especie en el planeta, las herramientas no convivenciales han alcanzado una dimensión, escala o magnitud inhumana, desproporcionada, aparentemente han permitido el dominio de la especie sobre la naturaleza, pero en realidad han desnaturalizado nuestra relación con nuestro mundo: al cosificar a lo otro no humano, cosificamos la relaciones sociales y alienamos nuestras relaciones incluso entre nosotros mismos, nuestras relaciones interpersonales también se ven deshumanizadas. Como resultado del despotismo de la especie sobre la naturaleza y el planeta, aparente resultado victorioso de las herramientas no convivenciales, se perpetúan también el imperio de los varones sobre mujeres y menores, la plutonomía del 0.1 por ciento de la humanidad sobre el resto de humanos y planeta sujetos a los ciegos intereses que dogmatizan y fetichizan el desarrollo, el crecimiento, la ganancia capitalista y el consumo de planeta como insumo y “recurso”.

Como los genios de los cuentos, el progreso o desarrollo, siempre entendido como crecimiento, promete cumplir nuestros deseos, pero en cada regalo nos trae nuevas esclavitudes y mundos que monopolizan nuestras posibilidades de ser, de vivir, de habitar, de convivir, o mejor dicho de cada vez vivir menos libremente y convivir menos.

Probablemente no podemos regresar, al menos no de manera directa y sencilla, a una relación con lo otro respetuosa de lo sagrado, aunque algo de ese respeto late en las ideas de límite, de proporción, de escala, de sentido, de obligación ética de los autores que estamos comentando (al menos de la mayoría), así como hay mucho de ellas en los ideales del bien vivir de muchos pueblos indígenas del mundo. Sin embargo, tal vez la experiencia de una praxis de vida o muerte, porque se trata de intentar evitar un fin cercano para nuestra especie, cambiando nuestra relación con la Tierra, la naturaleza, las plantas y los animales, nos permita reencontrar el sentido de la dignidad ontológica de los entes, del arraigo como suelo natural-cultural nutricio, de nuestros hogares y comunidades como mundos de la vida respetables y defendibles y de nuestras relaciones humanas cara a cara como algo mucho más valioso que la más hipertrofiada y fetichizada tecnología “total” y monopólica.

Quienes estamos interesados en impulsar un camino de la humanidad que enfrente al crecimiento con una alternativa civilizatoria en defensa de la vida humana y de la vida de todas especies del planeta necesitamos incidir en más de un proceso político y ecológico. Por ello, a manera de provisionales conclusiones, proponemos:

  1. Desde el punto de vista político, debemos lograr que la preocupación por el cambio climático y por frenar la devastación del planeta con todo tipo de extractivismos y uso de combustibles y energías que emiten gases de efecto invernadero sea central en todas las agendas políticas de cambio, lo mismo que los problemas de las mujeres o de una política contra el racismo y la xenofobia.
  2. Desde el punto de vista de la educación, tenemos que lograr que se abandonen el positivismo y la tecnolatría y que las ciencias y las humanidades, literatura y artes que eduquen a nuestras nuevas generaciones, y que reeduquen a las actuales, nos enseñen a amar nuestro mundo desde el Planeta entero hasta nuestro mundo más cercano: nuestra raíz natural- cultural vernácula. Esto no significa desterrar el conocimiento científico, sino incorporarlo como prueba de la complejidad de nuestro mundo natural-social: “cuando se entiende el funcionamiento de la naturaleza, el estrecho vínculo que guardan entre sí los seres vivos, el mundo inorgánico y nuestra propia existencia y posibilidades de sobrevivir, se comprende finalmente el valor intrínseco de todos los seres vivos y se aprende a respetarlos.”[38]
  3. En los medios de comunicación, de toda escala, desde los más globales hasta nuestras redes digitales personales, debemos iniciar y mantener un debate informado y formativo con datos verificables y argumentos sólidos acerca de la necesidad de modificar la inercia al gigantismo de nuestra civilización y promover un ideal humano más ecológico y en defensa de comunidades y localidades como mundos de la vida insustituibles.
  4. En el terreno de la teoría, debemos alentar que las investigaciones y reflexiones sean independientes de los intereses económicos de los grandes capitales monopólicos y promover el pensamiento crítico: a contracorriente de los dogmas desarraigantes que hacen del modelo de las cifras del dinero el único paradigma de saber, promover una reflexión científica y humanística que dialogue con los intereses de nuestras comunidades indígenas, campesinas, rurales, urbanas, de mujeres, de niñas y niños y no que se dirija solamente a los poderosos y sus intereses.

 

 

 

 

 

 

 

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[1] Dino Buzzati, “La matanza del dragón” en Biblioteca Ignoria: https://bibliotecaignoria.blogspot.com/2013/08/dino-buzzati-la-matanza-del-dragon.html Consultado el 13 de diciembre de 2018.

[2] Horkheimer, Max, y Theodor Adorno, (2009), Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid, España, Ed. Trotta, p. 61.

[3] Sagan, Carl. Los dragones del Edén. Especulaciones sobre la evolución de la inteligencia humana. Traducción: Rafael Andreu. Editorial Planeta, 2003.

[4] Gilly, Adolfo y Rhina Roux, “Capitales, tecnologías y mundos de la vida, El despojo de los cuatro elementos”, Revista Herramienta, No. 40, 2009. https://www.google.com/search?client=firefox-b-ab&ei=JwoAXMyRBYu0tQWFhZ7wBQ&q=Gilly%2C+Adolfo+y+Rhina+Roux%2C+%E2%80%9CCapitales%2C+tecnolog%C3%ADas+y+mundos+de+la+vida%2C+El+despojo+de+los+cuatro+elementos%E2%80%9D%2C+&oq=Gilly%2C+Adolfo+y+Rhina+Roux%2C+%E2%80%9CCapitales%2C+tecnolog%C3%ADas+y+mundos+de+la+vida%2C+El+despojo+de+los+cuatro+elementos%E2%80%9D%2C+&gs_l=psy-ab.3…39479.39479..41056…0.0..0.0.0…….1….1j2..gws-wiz.MFasFxmp_6M Consultado el 15 de noviembre de 2018.

[5] Olvidamos incluso cómo producir ciudades vivas y las ciudades diseñadas o fragmentos de ciudad diseñados son eso, taxidermia, según Jane Jacobs, Muerte y vida de las grandes ciudades, Madrid, España, Capitán Swing Libros, 2011.

[6] Jorge Fuentes Morua, Marx-Engels. Crítica al despotismo urbano: 1839-1846, Universidad Autónoma Metropolitana, División de Ciencias Sociales y Humanidades, Unidad Iztapalapa, México, especialmente los primeros tres capítulos, pp. 29-126.

[7] Bolívar Echeverría, Aproximaciones a Walter Benjamin, Ediciones Desde Abajo, 2010.

[8] Pablo González Casanova, “Sobre el calentamiento global, la paz y la democracia. La verdad a medias”, Alainet, https://www.alainet.org/es/articulo/186892 Consultado el 15 de noviembre de 2018.

[9] Carlos E, Rangel Nafaile, Los materiales de la civilización, FCE, México, 1987, p. 115.

[10] Ibídem,

[11] Raúl Sohr, Para entender la guerra, Conaculta, México, 1990, p.24.

[12] Carlos Elizondo Mayer-Serra, Los de adelante corren mucho. Desigualdad, privilegios y democracia, Debate, México, 2017, p. 43.

[13] Lizbeth Sagols, La ética ante la crisis ecológica, UNAM, Fontamara, México, 2014.

[14] Lund Medina, Andrés, México en la discordancia de los tiempos y la urgente necesidad de otros tiempos y otra izquierda, anticapitalista y ecosocialista, UciRed y El Reboso Palapa Editorial, Oaxaca y Monterrey, México, 2012.

[15] Harald Walzer Guerras climáticas. Por qué mataremos y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Buenos Aires, Argentina, 2010, especialmente el capítulo “Calentamiento global y catástrofes sociales”, p. 56.

[16] Carlos E, Rangel Nafaile, Los materiales de la civilización, FCE, México, 1987, p. 115.

[17] Una mirada a las crisis del capitalismo y su manera de enfrentarlas puede encontrarse en Robinson, William J., “La globalización como cambio de época”, en América Latina y el capitalismo global, Una perspectiva crítica de la globalización, México, 2008, Siglo XXI.

[18] Escuchado en una conferencia en el curso impartido principalmente por Jorge Veraza, “Horizontes del marxismo crítico en el siglo XXI”, en el cual Andrés Barreda participó en octubre de 2013. Universidad Nacional Autónoma Metropolitana Xochimilco.

[19] John Berger “Le Pont d´Arc en Berger, John, Sobre el dibujo, Gustavo Gili, Barcelona 2011, pp. 69-82.

[20] Morin, Edgar, y Anne Brigitte Kern, Tierra Patria, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires Argentina, 2004.

[21] Una síntesis conservadora del cambio climático, basada en International Panel on Climate Change (IPCC) puede verse en Harald Walzer Guerras climáticas. Por qué mataremos y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Buenos Aires, Argentina, 2010, especialmente el capítulo “Calentamiento global y catástrofes sociales”, pp. 47-60.

[22] Antonio Gramsci, Pasado y presente, Obras Tomo V, Juan Pablos Editor, México, 1977, p. 17.

[23] Como explica Harald Walzer en Guerras climáticas. Por qué mataremos y nos matarán) en el siglo XXI, Katz, Buenos Aires, Argentina, 2010, especialmente el capítulo “Calentamiento global y catástrofes sociales”, pp. 47-60.

[24] Luca Ferrari, entrevistado en Patricia López, “El cambio climático, síntoma del crecimiento humano desmedido”, Gaceta UNAM, Número 5,013, 3 de diciembre de 2018, p. 6.

[25] Patricia López Ibídem.

[26] Martin Heidegger, La pregunta por la técnica, en Conferencias y artículos, Odós, Barcelona, España, 1994, pág. 17.

[27] Uno de los trabajos académicos que ha caminado en ese sentido es Santander, Jesús Rodolfo, Trabajo y praxis en El ser y el tempo de Martin Heidegger, Un ensayo de confrontación con el marxismo, Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 1985.

[28] Simone Weil, “Ciencia y percepción en Descartes” (tesis profesional) en Simone Weil, Sobre la ciencia, El Cuenco de Plata, Buenos Aires, Argentina, 2006. P. 12.

[29] Simone Weil, Ibid, p. 13.

[30] Simone Weil, Echar raíces, Editorial Trotta, Madrid, España, 1996, pág. 51.

[31] Simone Weil, Ibid, p. 52.

[32] Simone Weil, Ibídem.

[33] Wendell Berry, “En defensa de nuestros hogares y comunidades”, suplemento “Opciones” No. 38 del diario El Nacional del 25 de junio de 1994. págs. 18-19.

[34] Ibídem.

[35] Wendell Barry, Ibídem.

[36] Illich, Óp. Cit., p. 396.

[37] Iván Illich, La convivencialidad, en Obras Reunidas, Vol. 1, FCE, México, 2006, pp. 423-424.

[38] Carlos Vázquez Yanes y Alma Orozco Segovia, La destrucción de la naturaleza, SEP, FCE, Conaculta, México, 1998, p. 95.

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