Babel
Edificios y personas
Javier Hernández Alpízar
El debate que se está dando en las redes sociales a propósito del conato de incendio de la puerta del Palacio Nacional me ha recordado una novela de Heinrich Böll, Billar a las nueve y media. En esa novela tres generaciones de arquitectos-ingenieros que viven entre finales del siglo XIX y la década de 1950, por lo tanto en el periodo de las dos guerras mundiales, enfrentan una situación que podría parecer controversial: el primero de ellos, el abuelo de la familia, proyecta edificios que llegan a ser monumentos de su ciudad; el hijo de este arquitecto, experto en estática, ayuda a derribar edificios para despejar el campo de tiro a las tropas militares en la guerra; el nieto del arquitecto descubre, al reconocer la caligrafía de su padre, que fue él el experto que ayudó a destruir los edificios que construyó el abuelo. Cuando los tres pueden encontrarse, la reflexión del abuelo, el viejo arquitecto, es que le disgusta que los hipócritas lamenten la destrucción de los edificios pero no lamenten las vidas de millones de jóvenes que fueron sacrificados en la guerra. Los arquitectos e ingenieros están de acuerdo: lo lamentable son las vidas destruidas, las personas asesinadas en la guerra.
En ese sentido, la reacción de un gran sector de la población simplemente minimizando los daños a edificios de gobierno es acertada: ni siquiera la demolición de un palacio de gobierno entero se compara con la muerte o la desaparición de un solo ser humano: y en México han asesinado y desaparecido a miles, de los cuales, los 43 jóvenes de Ayotzinapa son el símbolo.
Sería una hipocresía centrarse en lamentar los daños a un edificio, por más monumento histórico que lo creamos, y dejar de lado que el luto y la exigencia de justicia por personas asesinadas o desaparecidas son el tema central.
Por otro lado, es por lo menos ingenuo reivindicar como un “acto popular” un conato de incendio que ni siquiera sabemos si fue en efecto cometido por gente que protesta o una provocación montada por el poder para justificar la represión y la cacería de brujas que ya se desató.
Durante la colonia, el periodo en que este país se llamaba la Nueva España, durante más de un motín y rebelión popular el Palacio Nacional fue atacado y los amotinados hicieron mucho más que quemar la puerta, por lo menos destruyeron parte de la fachada. Después de todo solamente seguían el ejemplo de los conquistadores que destruyeron la capital azteca y sobre sus ruinas, y aun usando piedras de esos edificios, construyeron la ciudad capital española. Pero los conquistadores no solamente destruyeron edificios, directa o indirectamente causaron la muerte de miles de indígenas. Los grupos armados, legales o no que hoy asesinan y desaparecen mexicanos y centroamericanos, mujeres, niños, jóvenes, especialmente indígenas y gente pobre, son herederos de esos ejércitos conquistadores y su vandalismo, así como de los ejércitos oficiales que reprimieron una y otra vez las rebeliones indígenas, campesinas y populares.
Destruir la fachada del Palacio Nacional no precipitó el fin de la colonia, pasaron décadas y aun siglos de resistencia y de lucha para que se consumara la independencia, y ustedes dirán si el México independiente es más justo con los oprimidos de lo que lo era el colonial, o incluso, si ha dejado de ser un país colonizado.
Tenemos que entender que el poder no está en los edificios, éstos son solamente las prótesis del poder o sus símbolos y su ostentación. La casa multimillonaria de la esposa de Peña Nieto no es lo que le da poder, es solamente un símbolo del poder y de la impunidad.
Cuando el pueblo rebelde de la APPO tuvo tomado el centro de Oaxaca por semanas y meses estaban frente al palacio de gobierno del estado. Una persona preguntó a uno de los participantes: ¿por qué no tomaron el palacio? Porque el poder no está ya ahí, el gobierno de Ulises Ruiz operaba desde otros lugares y el palacio era ya una suerte de museo abandonado o salón de fiestas elegantes. Hay una fantasía en el imaginario popular: el asalto al palacio de invierno. Pero fue un mejor golpe al poder cuando las mujeres de Oaxaca tomaron transmisoras de televisión y las usaron para comunicarse con su pueblo. El palacio era una pieza de museo.
Así que importan más las personas que los edificios, y en los edificios no está el poder: el poder está en las personas, y el poder proviene de la obediencia de las personas. Por ello es más subversiva la autoorganización desde abajo y sin líderes fetiche que cualquier catarsis iconoclasta, piromaniaca o demolicionista. Los edificios importan menos que las personas: ganarse mentes y corazones dará más poder a quien lo logre que tomar edificios. Toma las mentes y corazones, los edificios y ciudades los tendrás por añadidura. Cuando Hernán Cortés derrotó a Tenochtitlán y la tomó es porque había logrado convencer a miles de indios de ir con él en la batalla. Ganó primero voluntades, luego conquistó a los aztecas y el territorio.
Tomar edificios pretendiendo que ahí está el poder es tan fetichista como erigir líderes incuestionables y el culto a su personalidad. El poder es una relación entre personas: no una banda presidencial, un acta electoral o un palacio cuidado por los esbirros del poder.